Vistas de página en total

miércoles, 7 de mayo de 2008

Opus Mundus



—¿Y ahora, qué? -le preguntó Gerardo a la copa de brandy al quedar solo en la sala después de la reunión familiar en la que le celebraron el octogésimo cumpleaños. Claro, la pregunta parecía lógica para un hombre que “lo había vivido todo”.
Era alguien que conoció, con atención y mente abierta, los doscientos cincuenta o trescientos lugares más representativos del planeta. Que vivió y analizó las doscientas cincuenta o trescientas clases de relaciones interpersonales, que se podrían establecer entre los doscientos cincuenta o trescientos caracteres demostrativos del universo humano. Que había endurecido y ablandado el ánimo descendiendo y ascendiendo por los doscientos cincuenta o trescientos escalones que debe haber entre la depresión casi suicida por el fracaso ignominioso, hasta la euforia casi enloquecedora por el éxito arrollador. Había aprendido a controlarse con los doscientos cincuenta o trescientos estados entre el odio asesino y el amor sublime. Había comprendido el valor de lo material a través de los doscientos cincuenta o trescientos estatus entre la pobreza del indigente que se destruye por implosión, hasta la opulencia del millonario que destruye por explosión. También entendió el valor de lo inmaterial, porque paseó su alma entre los doscientos cincuenta o trescientos grados entre la opresión de la soledad, y la plenitud del amor conyugal y el paternal. Se había educado y corrompido con los doscientos cincuenta o trescientos libros más iluminados, y otros tantos de los más oscuros. Se había debatido físicamente entre todas las posibilidades racionales del sexo, y espiritualmente entre todas las imposibilidades irracionales de la religión. Se había dejado poseer por el demonio de la insatisfacción, y se había sometido al exorcismo escribiendo algunas novelas y relatos. Por supuesto cualquier pusilánime podría haberle nombrado doscientas cincuenta o trescientas experiencias que le faltaban por vivir, pero no serían más que las que ya no valían la pena por insustanciales y habían sido vividas y descritas por otras tantas personas. También había desechado otras experiencias catalogadas como intensas; unas por dañinas y desesperadas, como las drogas, y otras por imbéciles y agotadoras, como los deportes extremos. En fin, ya no se sentía atraído por ninguna otra experiencia. Tenía claro que sólo le quedaba interés e inquietud por dos experiencias específicas que no conocía y quería vivir a conciencia: el aburrimiento, y la muerte.
En cuanto al aburrimiento no tenía esperanzas; era algo imposible para él. Sabía que incluso si su cuerpo se inutilizara y sus sentidos se apagaran, mientras la mente funcionara aunque fuera como un elemento desconectado del resto del cosmos, el abigarrado bagaje de sus vivencias y el impulso de su talento creativo le proporcionarían entretención. Y si la mente no funcionaba, pues, obvio, si se aburría no se daría cuenta.
Hacia la muerte sí tenía expectativas. Para nada le temía, si la vida se le acababa cualquier día, lo asumiría con el convencimiento de que ésta había sido suficiente y bien nutrida. El equilibrio entre las acciones buenas y malas, arrojaba un balance a favor que le libraba de cualquier sentimiento de culpa hacia la humanidad o el mundo. La expectativa consistía en que no sabía si moriría sin darse cuenta, como quien recibe una bala perdida que le destroza el cerebro y ni se entera, o con pleno conocimiento, es decir, sabiendo que la vida se acaba y saboreando el misterio de ese último soplo en el que bien puede abrirse otro universo, o, simplemente, diluirse en nada. Cualquiera de las dos cosas estaría bien, pero ese instante, al que está destinado todo ser viviente y al que no es posible acceder sino una vez, para él debía ser toda una experiencia digna de vivirse, o, como creía que se debería decir, de morirse.
Nunca le hablaba a nadie de su confiada y tranquila actitud hacia la muerte, y por lo general de ninguna de sus conclusiones más íntimas. La razón era que alguna vez que trató de hacerlo le dijeron que tan definida posición ante la muerte era falsa, porque ésa era la manera de mostrarse fuertes los que nunca la habían visto de cerca, pero, cuando en realidad se sentían muriendo, la tal expectativa se tornaba en el natural miedo a lo desconocido y en ese momento todas las almas pedían auxilio. No quiso discutirlo porque otra de las cosas que había aprendido era a identificar a los dueños de la verdad, como los religiosos y sus creyentes, los siquiatras y sus impacientes, los líderes y seguidores de teorías de superación, los leguleyos y sus víctimas, los críticos y sus víctimas, políticos y sus víctimas, y demás explotadores de la ingenuidad e ilusos que creían poseer la sabiduría, y contra esa clase de ignorancia tan sólida le era por completo inútil cualquier intento de comunicación inteligente. No, él era el único que sabía que su aceptación de la muerte era real. No sólo había tenido cerca la muerte ajena decenas de veces, sino la propia en tres: una por un accidente en el que quedó tan mal herido que ni los médicos se explicaron cómo se había “salvado”, y las otras dos por graves enfermedades, en una de las cuales, durante un cuadro de crisis, mientras le aplicaban choques eléctricos, masajes cardiacos, respiración artificial y todos los recursos de reanimación, al tiempo que la alarma del monitor avisaba que el paciente había fallecido, él se vio traspasando el túnel de luz y mirando desde el techo su propio cuerpo en la camilla, rodeado de todas esas personas compungidas porque el decepcionado médico había dicho: “lo perdimos”. Pero no, no supo por qué ni cómo volvió, el caso fue que tres días después despertó de nuevo en la habitación de la clínica en mejor condición que cuando había perdido el conocimiento. Todos trataron de convencerlo de que había muerto y vuelto a la vida, sobre todo cuando él les contó su etéreo desdoblamiento con traspaso de túnel y demás, pero nunca lo aceptó. La discusión terminó cuando declaró: “Nunca me morí, porque si me hubiera muerto no estaría vivo”. Él sabía que la muerte era una sola y única, y ésa era la experiencia que esperaba vivir, o, como creía que se debería decir, morir.
Sonrió. Levantó la copa con la intención de beber, pero lo pensó, la volvió a poner sobre la mesa, se paró, fue hasta el bar, y regresó con la botella de brandy y otra copa. Escanció en ella un generoso trago y luego la puso al otro lado de la mesa de centro, como si se la hubiera servido a otra persona. Se sentó de nuevo en la poltrona, levantó su copa, volvió a sonreír y dijo:
—Ahora sí, amiga muerte, brindemos juntos…
No se habría podido explicar por qué, pero cuando la otra copa comenzó a elevarse en el aire no sintió miedo. Quedó estático, petrificado, pero de sorpresa, y maravillado al ver que, como si fuera la silueta de una persona sentada en la poltrona frente a él, se materializaba, o mejor, se “gasificaba”, una nubosidad antropomorfa compuesta por un vapor brillante, y matizada con destellos de cambiantes colores que danzaban entre ella emitiendo reflejos encantadores.
—Está bien, amigo Gerardo, brindemos -dijo la luminosa formación, la copa como sostenida por la parte de la niebla que parecía una mano se movió hacia el lugar en que se presumía la boca, y el licor desapareció. Luego la copa vacía volvió a la mesa.
Él quedó como hipnotizado. La aparición era el espectáculo más arrobador que había visto, y el sonido el más agradable que había oído en toda su vida. Trató de identificarlo pero no pudo determinar si se trataba de la voz grave y melodiosa de la mujer más sensual, o la suave y apacible del hombre más seductor. La visión, indefinida y móvil, sugería la naturaleza de los dos sexos. Apenas pudo moverse bebió también de su copa y la puso de nuevo sobre la mesa. Se quedó mirando esa belleza sin saber qué decir.
—Te quedaste mudo -dijo la forma, y emitió una especie de risita burlona que a él le sonó como el más bello acorde musical-. Mientras eres capaz de hablar, para que no me aburra, porque yo sí conozco el aburrimiento, mientras sirvo los tragos por favor pon algo de música.
—Cla… claro -logró decir, se paró diligente y llegó hasta el equipo de sonido-. E… ¿Qué música te gustaría oír?
—Pon el disco ese que mezclaste con piezas de Tchaikovsky y los Beatles -dijo mientras servía las copas.
—¿Te gusta ése? -se sorprendió, tomó el disco y procedió a instalarlo en el equipo de sonido.


(En el diguiente link está la música)
https://youtu.be/7enVq9W6Wpg

—Me fascina. Me parece que es uno de los mejores aciertos de tu vida. Lograste conformar, de la manera más coherente, una selección brillante entre los que estimo dos de los más importantes conceptos de la música humana.
—Bueno, me halagas -dijo sentándose de nuevo en su puesto-. Eres la primera… o, el primer… bueno, lo que seas… que está de acuerdo en que esas dos obras tienen algo que ver entre sí, y muestra interés en oírlas conmigo. Pero, eso de que tengas presente algo que consideras un acierto, me da a entender que también sabes de mis desaciertos.
—Por supuesto -dijo mientras comenzaba a mover un “brazo”, como dirigiendo el ritmo del “Concierto Número Uno para piano”, que era la pieza con la que se iniciaba el disco-. Pero no te quiero hablar de tus errores, creo que tú ya los conoces y los sufriste lo suficiente. Vine sólo a pasar un buen rato contigo.
—A, muchas gracias, me haces un honor. Mh… ¿Te puedo hacer preguntas?
—Sí.
—Supongo que eres la muerte. ¿O no?
—Pues, digamos que así me llaman los “vivos”.
—Ya veo. ¿Y cómo te llaman los muertos?
—A ver -se movió como si se acomodara en la poltrona y adquiriera una posición analítica-. Contestarte esa pregunta, supone darte información de lo que hay después de la muerte. Podría decirte, me llaman “fulana de tal”, y en ese caso sabrías que los muertos siguen de alguna manera funcionando. O podría decirte, los muertos no pueden poner nombres ni llamar a nadie, y en ese caso sabrías que los muertos ya no funcionan. ¿No crees?
—Pues sí, pero… creo que entiendes que es lógico que lo quiera saber.
—Yo no diría que es lógico; diría que es natural. Una pregunta simplemente estúpida de la naturaleza humana.
—¿Estúpida?
—Claro. Te pongo el siguiente caso: supón que no estás aquí conmigo, sino que estás en una conversación con la señora Ágatha Christie. Supón que ella te cuenta que está a punto de lanzar su siguiente novela policíaca de suspenso. ¿No te parecería una estupidez que tu primera pregunta fuera, “quién es el asesino”?
—A, bueno, viéndolo así, pues…
—Eso sí es lógico. Se perdería el interés por todo el contenido de la novela. Es decir que, si yo te hablara de lo que hay después de la muerte, perderías la sustancia de la expectativa que tienes de vivir esa experiencia, o de morirla, como crees que se debería decir. ¿Me supe explicar?
—Perfectamente.
—Entonces, en adelante, por favor ahórrate las preguntas que tengan que ver con tu futuro. ¿Te quedó claro?
—Clarísimo. Entonces, te lo pregunto en otra forma. ¿Tienes algún nombre, o eres sólo: “la muerte”?
—Tengo muchos nombres, todos los que la gente me ha puesto. El que más me gusta de esos es Expiración, me suena poético, como “inspiración”, o algo bonito. Y el que menos me gusta es Parca. Me suena como “puerca”, u otro insulto de esos. A quienes me llaman así acostumbro a llevármelos con mucho miedo, como al pobre Samaniego.
—¿Te refieres a Félix María, el fabulista?
—Sí.
—Cuéntame de él.
—No es mucho lo que tendría que contarte. Sólo que me ensañé un poco con él, pero es que él también se ensañó conmigo. No sólo me llamó Parca, sino que me describió como algo muy feo. No sé si recuerdes la fábula que escribió con el nombre: “El viejo y la muerte”.
—Tengo idea de ella, pero no la recuerdo tal cuál.
—Bueno, pues, ya que el fondo musical se presta, te la voy a recordar. Decía así:



“Entre montes, por áspero camino,

Tropezando con una y otra peña,
Iba un Viejo cargado con su leña,
Maldiciendo su mísero destino.

Al fin cayó, y viéndose de suerte
Que apenas levantarse ya podía,
Llamaba con colérica porfía
Uno, dos y tres veces á la muerte.



Armada de guadaña, en esqueleto,
La Parca se le ofrece en aquel punto;
Pero el Viejo, temiendo ser difunto,
Lleno más de terror que de respeto,
Trémulo la decía y balbuciente:
«Yo.... señora.... os llamé desesperado; Pero....»
–«Acaba, ¿qué quieres, desdichado?»
–«Que me cargues la leña solamente.»… “

—Entenderás que tan descarada manipulación de mi imagen, y el pretender que hiciera el trabajo del viejo, como si yo fuera su sirvienta, merecía un castigo.

—¿Cómo lo mataste?
—Yo no lo maté. Yo no mato a nadie, simplemente suministro el proceso de muerte, pero en realidad cada uno muere en el momento y en la forma que le toca, o que se busca.
—Bueno, entonces, ¿cómo lo castigaste?
—Fácil. En el último segundo me le presenté como el esqueleto con guadaña que él había descrito, y con mi voz más cavernosa y horripilante le dije: “te voy a meter toda la leña del viejo ya sabes por dónde”, y el pobre, literalmente, se murió del susto. ¿Crees que hice mal?
—Pues no, te entiendo. Ya viéndote como yo te estoy viendo, es entendible que te moleste una descripción injusta. Tienes todo el derecho a la vanidad.
—¿Cierto que soy de una belleza excepcional?
—Eres lo más maravilloso que he visto y oído en toda mi existencia.
—Me arreglé así para ti, querido. Porque sabía que lo ibas a apreciar y disfrutar.
—Te lo agradezco mucho. Y, según eso… no creo que me equivoque si te defino como mujer.
—Por supuesto que no, soy mujer y me siento muy orgullosa de serlo. Todas las cosas definitivas de la esencia universal somos femeninas. Lo masculino no es más que una propiedad, o carga, funcional. Un recurso obligado para el mantenimiento del equilibrio, y que no corresponde a nada más que a la parte física de Lo Absoluto, pero el derecho a pensar, sentir, crear y organizar, es nuestro.
—Mh… ya sospechaba yo que era algo así. Pero entonces, ¿por qué en el mundo las cosas funcionan de otra forma?
—Porque la “niña” humanidad, todavía no entiende lo que es la vida.
—Eso me da pie para muchas preguntas, pero, antes de entrar en otros terrenos quisiera saber un par de cosas básicas.
—Bien, pero antes, regálame un cigarrillo.
—¿Fumas? -dijo mientras sacaba la cajetilla, le llevaba el cigarrillo y se lo encendía-. Es decir, es obvio que fumas. Pero, pues me sorprendes -regresó a su poltrona y también encendió un cigarrillo.
—¿Por qué? Tú mismo escribiste en alguna parte que no confiabas en las personas que no tenían algún vicio.
—Sí, cierto.
—Ahora sí, adelante, pregunta... o no, espera. Oigamos ese empate que hiciste entre el final del concierto para piano y el comienzo de “Hello, goodbye”.
Como ambos conocían al dedillo los tiempos y los acordes de las dos piezas y la manera como habían sido acoplados, los siguieron con las manos mientras los tarareaban en coro. Sorprendidos de lo bien que sonaba la armonía de las dos voces tan diferentes, rieron y brindaron.
—Teniéndote al frente -dijo Gerardo-, ese título me suena como algo, digamos… premonitorio. Como si tú estuvieras diciendo “hola”, y yo, “adiós”.
—Ya te dije que no voy a hablar de tu futuro.
—Sí, entiendo.
—Ahora sí, puedes preguntar -dijo ella poniendo la copa sobre la mesa.
—Bien -dijo él poniendo la suya-. Primero, ya sabiendo que puedes ser tan terrorífica como te le presentaste al pobre Samaniego, quisiera saber, ¿por qué conmigo estás teniendo esta atención tan especial?
—Algo me dice que ya lo sabes, pero no puedes evitar el llevar la conversación hacia algo que te alimente el ego. Como cuando el hombre le pregunta a la mujer, ¿por qué me amas? Lo único que el tipo quiere en ese momento es que ella le diga, “porque eres el hombre más divino, mi amor”.
Gerardo agachó la cabeza y sonrió apenado.
—No importa -continuó ella-. De todos modos te voy a contestar. Estoy aquí, así, contigo, porque tienes paz o, al menos, tranquilidad interior. La tranquilidad interior que no logran sino aquellos que comprenden el mundo. Los “maduros”; los que para aceptar la vida, la muerte, al mundo y a las otras personas tal como son, no necesitan que les digan mentiras. Además has llegado a la conclusión de que conoces mucho, pero sabes poco, y ésa es la única clase de persona con la que no me aburre conversar. Tienes muchos conocimientos históricos, geográficos, culturales, políticos, religiosos, filosóficos, y otros como esos, que a la larga no sirven sino para impresionar a los demás o llenar crucigramas, pero también tienes claro que no sabes las cosas realmente importantes, como lo que pasa después de la muerte. Novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve personas de cada millón, creen que saben, o dicen saber, o presumen lo que pasa cuando se muere, hasta han recopilado escrituras que dicen saber, que ofrecen premios y castigos, tienen la desfachatez de querer enseñárselas a los demás como verdad absoluta, y los demás la candidez de creer en lo que les están enseñando. O sea que, en ese sentido, eres uno en un millón, y eso me agrada. Por eso mismo quise presentarme ante ti en una forma y actitud que te agrade. Eso es todo.
—Pues… gracias, muchas gracias. Lo lograste con creces porque, como dijiste, conozco muchas cosas: los paisajes, los especimenes y momentos más hermosos de la naturaleza, las artes, las letras, etcétera, por supuesto la belleza femenina y la masculina, y otras que se consideran las más bellas del mundo, y nunca me hubiera podido imaginar que en ti podría llegar a ver algo que supera en mucho todo lo conocido. Gracias.
—De nada.
—Y… ¿Otra pregunta?
—Todas las que quieras. La persona que puede llegar a tener algo de sabia no es la que discurre o refuta, sino la que pregunta.
—Bueno, ya me dijiste que no te llamas Muerte, y que los vivos te han puesto muchos nombres, pero, ¿quién eres en realidad, cuál es tu verdadero nombre?
—Eugenis.
—¿Eugenis?
—Sí, Eugenis.
—Ya… Me sorprendes con eso. “Bien nacida”, sería el último nombre en que habría pensado para ponérselo a alguien que personifica a la muerte.
—Lo que pasa es que ustedes están muy equivocados respecto al concepto muerte, Gerardo. Lo toman como si fuera un estado o evento independiente. Ésa es otra de las razones por las que me exaspera el nombre Parca. Fue por mitos como ése que empezó el error que después se perfeccionó, como tantos otros, por los embelecos religiosos. Recordarás que según la mitología griega, Parca era cada una de las tres deidades hermanas, además unas viejas horribles, llamadas Cloto, Láquesis y Átropos, de las cuales la primera hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la vida del ser humano. ¿Qué tal? Parece que les encantaba separar en trinidades todo lo que no entendían. Así, con mentiras como ésa, se les metió en la genética la idea de que la muerte era una realidad diferente a la vida, un personaje aparte con un nombre distinto, y resulta que no es otra cosa más que un componente de ella, o sea, de mí.
—¿De ti? Entonces, ¿tú eres la vida?
—Pues claro, amor. Yo soy la vida, y por eso me puse ese nombre tan bonito; Eugenis. Mi función consiste precisamente en suministrar los estados de la vida que, en lo que concierne a ese ser elemental llamado humano, son, a grandes rasgos, el nacimiento, la infancia, la pubertad, la adolescencia, la juventud, la adultez, la vejez, y la muerte; por consiguiente también la reproducción. Como ves, son simplemente los diferentes pasos de un proceso total, del cuál los únicos indispensables son el nacimiento y la muerte; los otros son opcionales porque la gente a veces se muere cuando recién nace y así no pasa por los demás, pero ya sea que se vivan unos, o todos, ninguno es independiente. Son como los órganos de un mismo organismo. ¿Te quedó claro?
—Por supuesto, es natural.
—No, no es natural, porque no pertenece a su naturaleza. Es lógico.
—Correcto, entiendo.
—¿Cierto que es un error muy grande?
—Enorme.
—¿De verdad estás de acuerdo conmigo, o es que estás siendo “condescendiente”?
—Cómo se te ocurre que me atrevería a insultar tu inteligencia pretendiendo que puedo ser condescendiente contigo. Eso sería también insultar la mía. Créeme que estoy de acuerdo y, más bien, háblame más sobre eso.
—Está bien, pero hagamos una pausa para oír el empate entre “Hello, goodbye”, y el “Vals de las Flores”.
De nuevo siguieron las notas, tararearon, rieron y brindaron.
—¿Podrías creerme, corazón, si te digo que ese error de la separación de la muerte del concepto vida, no es el más grande que el hombre ha cometido en ese sentido?
—¿No?
—No. Hay uno más grande que tiene que ver con eso de separar las cosas que son una.
—¿Cuál?
—El sexo.
—A… claro, de acuerdo. Tú debes saber que yo escri…
—Déjame hablar. El hecho de haber cometido la soberana estupidez de separar el sexo del resto de su naturaleza. ¿Qué tal? Proscribieron una parte de sí mismos. Por supuesto debido a la ignorante enseñanza religiosa, que no ha sido otra cosa que la madre de los peores errores humanos. ¿Cómo pudieron llegar a ver uno de los sentidos como algo sucio, dañino, que había que reglamentar y prohibir? Y es que no es sólo uno de los sentidos, sino que es el único indispensable para que exista la vida, tanto como el nacimiento y la muerte.
—Mh.
—Claro. La humanidad se podría quedar como ustedes suponen que son las plantas: ciega, muda, sorda, perder el olfato, el tacto y el gusto, pero podría subsistir mientras no pierda la misma capacidad de procrear que tienen los vegetales. En cambio, si conservara todos los demás sentidos pero perdiera el sexo, pues se extinguiría la especie. Ese fracaso de la definición del sexo como algo prohibido y peligroso, y el pretender que se le pueden fijar parámetros a su uso, es la razón de que el tema se haya convertido en el más provocativo, y el resultado de eso es que existan aberraciones como la pornografía, la prostitución y tantas otras. Se dice que el ser humano nace bueno y la sociedad lo corrompe, y lo que no se ha dicho es que la sociedad se formó buena y lo que la corrompió fue la prohibición. Es como si en lugar del sexo hubieran visto como peligroso el hecho de que sean capaces de oír, les hubieran tapado los oídos, y entregado una lista de los sonidos para los cuales podrían destapárselos. ¿Tendría sentido? Eso fue lo que hicieron con el sexo, y lo convirtieron en algo negativo, siendo que es la propiedad más bella, y la única indispensable en todos los seres vivos, llámense humanos, animales, vegetales o microorganismos.
—Ajá.
—Hay quienes se preguntan, ¿qué pasaría sin una reglamentación del sexo? Pues nada, sólo que todo funcionaría a la perfección. ¿Conoces alguna reglamentación para el uso del sexo entre los animales, o las plantas?
Gerardo negó con la cabeza.
—¿Y no te has dado cuenta de que ellos, con sus puros instintos genéticos, han sido capaces de manejarse sexualmente de acuerdo a la perfección que exigen los ciclos naturales rotos únicamente por el hombre?
—Pues…
—Pues nada, la cuestión está muy clara. Consiste en que hasta hace muy poco tiempo -por fortuna de un siglo para acá la cosa se ha ido diversificando-, los educadores de la humanidad no fueron otros que los dueños de las “verdades” religiosas, y el resultado es que de su ignorancia se desprendieron todos esos adefesios llamados leyes divinas, que hicieron del humano el peor enemigo de este mundo tan bonito que se les entregó.
Gerardo encogió los hombros.
—Eso es duro de oír, pero es así. ¿Qué crees que ha hecho con la humanidad la idea esa de que fue creada para que adorara algo que ellos se inventaron? Pues que se perdió el valor de lo demás. ¿Qué crees que hizo la idea esa que permaneció por siglos, de que la misión del humano en el mundo era extender la palabra de ese ser? Pues que con esa disculpa se cometieron los peores genocidios de la historia, como asesinar a las culturas precolombinas porque eran idólatras que no adoraban a ese ser sino al agua, la tierra, el sol y toda la naturaleza. Con la misma disculpa se exterminaron tribus africanas completas y sus miembros sobrevivientes fueron esclavizados, porque eran vistos como seres inferiores que no habían sido iluminados por las escrituras. La peor época de la humanidad fue la edad del oscurantismo, cuando eran los papas y obispos los que gobernaban el mundo “civilizado“. Son demasiados errores para nombrar, que han tenido consecuencias desastrosas y secuelas que todavía hacen mucho daño. ¿Qué tal esa burrada de censurar las películas o programas de televisión con la advertencia de que contienen “escenas de sexo y violencia”? Como si el sexo fuera igual de perjudicial a la violencia. ¿Por qué no ponen, “este programa no es adecuado para menores porque contiene escenas de corrupción y violencia”? Toda la violencia del mundo ha sido causada por la corrupción de los que por atesorar riqueza y poder fomentan la injusticia social, y por supuesto de los educadores religiosos que le exigen perfección a sus creyentes, pero en privado practican toda clase de excesos, y también acumulan toda esa riqueza que se refleja en la fastuosidad de sus monumentos, templos, iglesias y ceremonias, que no son otra cosa que lo más opuesto a la humildad que le exigen a sus “hermanos”. Ellos son los que han enseñado que es más peligroso mostrar una vagina, que los manejos corruptos de un político, que es lo que los niños toman como ejemplo para llegar a ser algún día tan poderosos como él. ¿Qué tal los mandamientos? Eso de no matar ni robar, y los que los enseñan son los autores de los genocidios que te nombré, y todos sus bienes son robados a la buena fe de la gente. Eso de no fornicar, o no desear la mujer del prójimo, imagínate, si la vieja está bien buena cualquiera tiene derecho a desearla, lo que no debe hacer es quitársela contra su voluntad, pero no porque lo diga un mandamiento sino porque cualquier vestigio de sentido común indica que eso es una falta de respeto a los demás. Pero también sería falta de respeto a sí misma, si la vieja, por quedarse con un tipo al que no quiere, sólo por cumplir unas reglas divinas o compromisos sociales, se sacrifica quedándose con él y sobrevive depositando en sus hijos toda su frustración y amargura. Si cualquier persona inteligente y realmente interesada en el bienestar del mundo se hubiera puesto a redactar los mandamientos, lo primero que habría escrito sería cuidar el agua, cuidar la tierra y otras reglas para administrar con prudencia los recursos naturales, y respetar los derechos y la vida propia y ajena, es decir, amar al planeta y a la humanidad, en lugar de hacerlos ver como los enemigos Mundo y Carne.
Gerardo, pensativo, miraba al piso.
—Hasta tú has sufrido las consecuencias de toda esa ignorancia -continuó Eugenis-. A mí me encantó tu primera novela, ésa en que cuentas la vida de una ninfómana y describes con pelos, señales y fluidos, todos los actos sexuales que se vio obligada a realizar, pero no, tuviste que padecer lo indecible para llegar a publicarla porque, a los que se han apropiado del derecho de establecer “reglas culturales”, les pareció que el hecho de hablar de sexo sin disfraces poéticos le faltaba al “decoro” literario y a los principios de la “moral”. Pero no han tenido inconveniente en publicar, y hasta hacer películas y premiar libros como “Leaving Las Vegas”, de O`Brien, que describe las borracheras y vómitos de un inadaptado que decide matarse a punta de alcohol. Por supuesto que yo no estoy en contra de libros o películas como ésa, es más, me gustan mucho, como “Trainspotting”, de Irvine Welsh, o “Réquiem por un sueño”, de Selby y Aronofsky. Repito que apruebo y disfruto esa clase de obras. Lo que no puedo asimilar es por qué los moralistas sí aceptan que se describa con milimétrico detalle la forma como los viciosos se drogan, muestran cómo un pobre destruido se inyecta en la vena la hipodérmica con heroína, y hacen un primerísimo primer plano del iris dilatándose por el falso orgasmo que ésta le produce, pero si tú o cualquiera escribe: “la inflamada y húmeda vagina se contrajo de placer al sentir dentro de ella el delicioso resbalar del pene erecto”, ponen el grito en el cielo y tachan como porno con tres equis la obra completa, siendo que ése, al contrario de los otros que son actos irracionales y dañinos que provienen de aberraciones mentales, no es otra cosa que el más natural y del cual se ha derivado la existencia de todos los seres vivientes.
Gerardo bostezó.
—Lo logré -dijo Eugenis riendo.
—A… ¿Qué lograste?
—Yo sé que te he estado hablando de cosas que no sólo sabías, sino que has escrito y publicado sobre ellas, pero lo hice para entregarte tu regalo de cumpleaños, y veo que lo logré.
—¿Regalo?
—Sí. Te acabo de regalar unos momentos de aburrimiento. Feliz cumpleaños, amigo querido.
Gerardo sonrió sorprendido.
—Eso que estabas sintiendo mientras yo “discurría”, es el aburrimiento, y ya lo habías sentido infinidad de veces, lo que pasaba era que no lo habías identificado. Ahora ya lo sabes, el aburrimiento no es más que esa especie de limbo que hay entre el agrado y el rechazo. ¿Simple, cierto?
—Sí, simple. Y muchas gracias, por el regalo, y por quitarme la desazón que me estaba produciendo el pensar que la conversación contigo podía ser toda así.
Eugenis riendo flotó hasta el lado de Gerardo, extendió una “mano”, como ofreciéndola, y le dijo:
—Ven, amor. Te invito a bailar lo que queda del “Vals de las flores”, y a que nos enloquezcamos un poquito con “I am the walrus”.
—Bueno, será si acaso el vals, porque para el ritmo de “I am the walrus”, me pesan los ochenta que estoy cumpliendo.
—No te preocupes por eso.
No fue sino tocar con la punta de los dedos una partícula de la niebla de Eugenis para que Gerardo, como electrizado por vivificante rayo, sintiera como si cada una de las células de su humanidad se tornara en acumulador pletórico de la más voluptuosa de las energías. Ni a los veinte años se habría podido imaginar que fuera posible tal exaltación de vitalidad. Ni siquiera Margot Fonteyn con Rudolf Nureyev, vestidos como príncipes y en el más prestigioso de los salones vieneses, habrían podido bailar lo que quedaba del “Vals de las Flores” con la elegancia y propiedad con que lo disfrutaron ellos. Y después, con “I am the walrus”, la mismísima Shakira emparejada con Michael Jackson, habrían palidecido de envidia al ver los dinámicos y sensuales pasos que, en perfecta sincronización con ese rítmico virtuosismo, desarrollaron Eugenis y Gerardo. Cuando terminó esa pieza siguieron con las manos y tararearon el acople con la “Polonesa de Eugene Onegín”, y luego riendo satisfechos regresaron a las poltronas.
—Eso fue espectacular -dijo Gerardo sintiendo que su estado físico regresaba a las condiciones normales de los ochenta años.
—Fue otro regalo que quise darte, sé cómo toda la vida te ha gustado el baile, y, pues yo también lo gozo mucho cuando encuentro un compañero que lo hace tan bien como tú.
—De nuevo muchísimas gracias, querida Eugenis. Ha sido otro regalo maravilloso. Lástima no tener manera de retribuir todas tus atenciones.
—Sí tienes manera.
—¿Verdad? Dime cuál.
—Ya hablaremos de eso, tesoro. ¿Cómo te sientes de nuevo en tu edad real?
—Divinamente. Mi cuerpo ha vuelto al estado que me he ganado en el transcurso de la vida, pero mi mente quedó nueva, como si el contacto contigo la hubiera purificado.
—Me alegro.
—Tengo otra pregunta.
—Adelante.
—Cuando bailábamos, al tomarte con algo de fuerza por la cintura, sentí que tienes una sustancia física. Me pareció que tocaba la piel más suave, acogedora y cálida que he tocado en mi vida. Por eso pienso que esa apariencia nebulosa no es otra cosa que una fantástica “vestimenta”, pero que tu verdadero aspecto es diferente. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas. Sí tengo otro aspecto.
—¿Y me vas a dejar que lo conozca?
—No seas atrevido, Gerardo -protestó Eugenis muy seria-. Cómo se te ocurre proponerle que se desnude a una mujer decente que conoces hace menos de una hora.
—A… e… perdóname, no fue mi intención…
Eugenis soltó una musical carcajada y luego le habló tierna.
—No, tranquilo. Estoy molestando, y te entiendo. Lo que pasa es que mi desnudez no la podrás conocer sino en el momento en que estés muriendo. ¿Qué tal si mejor seguimos conversando y disfrutando la música?
—Claro, como quieras -rió Gerardo y suspiró aliviado-. Y… bueno, pues, debes haber hablado con mucha gente, ¿cierto?
—Sí.
—Cuánta sabiduría debes tener almacenada.
—Con respecto al nivel del ser humano por supuesto que tengo mucha, pero con respecto a Lo Absoluto, todos los días tengo algo que aprender. La palabra sabiduría describe un estado inexistente, como la palabra paz, o la palabra felicidad, o tantas otras utopías que la gente cree conocer, y que en realidad son tan mal interpretadas como el concepto muerte. Por ejemplo, ¿cuántos autores has leído que dicen haber tenido un diálogo con La Muerte?
—Pues, no sé, pero sí he leído varios y sé de algunos más. Digamos que, ¿doce, o quince?
—Pues fíjate que cuando estaba pensando en venir a conversar contigo, por pura curiosidad entré a Internet, y…
—¿Tú, entras a Internet?
—Claro. Esa red ya es una parte muy importante de la humanidad. Además de todos los adelantos tecnológicos e informáticos que ha impulsado, cómo te parece que ahí es en la única parte que he visto que la gente muestra su verdadera personalidad. El contar con ese recurso para comunicarse sin tener que decir dónde están ni cómo se llaman ni mostrar la cara, les facilita decir cosas que nunca se atreverían a revelarle siquiera a su mejor amigo. Tú mismo tienes una cuenta en Gmail con tu verdadero nombre, y otra en Yahoo, con un nombre de mujer, que te permite relacionarte con amigas en el mundo entero y, con la disculpa de que eres bisexualita, les escarbas su intimidad.
—Pues -Gerardo colorado de la vergüenza-, e… sí, ni modo de tratar de negártelo.
—No señor, ni modo. Les dices que te llamas Marta y te dicen Martica, que tienes veintiocho años, te describes muy deseable, y con esa “labia” que escribes, las muy inocentes te creen, algunas hasta se han enamorado, y resultan confesándote que quisieran conocerte para tener su primera experiencia con otra mujer. ¿Te das cuenta? Esas mujeres han mostrado por la Internet ante ti algo que antes no conocía nadie, ni siquiera sus maridos o relacionados más cercanos y con los que creían tener más confianza. He admirado mucho tu talento para expresarte como mujer. ¿Cómo crees que puedes?
—Pues, como dices tú, “simple”. Sencillamente, al escribir el personaje de Martica, lo tenía muy claro, estudiado, asimilado, y, en esencia ella soy yo, o mejor, yo soy ella. Además, creo en eso de que todo ser humano contiene la esencia de los dos sexos, y parece que en mí la dominante es la femenina.
—Pícaro -sonrió Eugenis.
—E… bueno, tú sabes que lo hacía, porque hace ya un tiempo lo dejé, pero era con el objeto de recopilar material para uno de mis escritos.
—Digamos que había una parte de eso, y otra con algo de morbo. ¿Recuerdas la que te escribía con el nick “Gisseli 321”, o sea Gisela, esa española de veintiocho años que te dijo por primera vez ese chiste, que ahora es viejo, de que antes le encantaba el sexo oral, pero desde que empezó a comunicarse sus intimidades contigo le gustó más el sexo escrito?
Los dos soltaron la carcajada.
—Sí, mi Gisela (suspiro). No sólo la recuerdo, sino que la quiero mucho. Ha sido mi corresponsal más interesante. Me fascinaba comunicarme con ella, y todavía de vez en cuando nos enviamos saludos y cariños como buenos amigos. Nos contamos cosas íntimas y, aunque sabemos que nunca nos vamos a conocer ni podría existir algo entre una joven linda como ella y un viejo como yo, nos hemos tomado afecto.
—Pues “Gisseli 321”, Gisela, soy yo.
—¡¿Tú?!
—Sí. Ya desde antes estaba interesada en ti por todas las cosas de las que te he hablado, pero, aprovechando tu afición por esa clase de comunicación secreta, quise utilizarla para ver si me revelabas alguna faceta que antes habría podido pasar por alto, creé ese personaje escrito para llegar a ti, y te mandé el primer correo con “esa energía invisible en el cosmos”. Pesqué al pescador. Pero no, me confirmaste el buen concepto que tenía. Te seguí el juego para ver hasta dónde eras capaz de llegar, te di toda la confianza, me dejé llevar por tus meloserías sicalípticas y, cuando estaba a punto de declarar mi amor y mi necesidad de la adorable Martica, me dijiste que no eras capaz de seguirme engañando porque no querías llegar a hacerme daño, me revelaste el hecho de ser un escritor de setenta y nueve años que reunía material para sus historias, y me mandaste una foto tuya. Fue un tanto decepcionante saber que no volvería a saber de Martica, pero me sentí muy bien cuando hiciste eso y desde ahí te aprecio más.
—Bueno, me alegro yo también de haberlo hecho. No fue fácil, me costó mucho trabajo despojarme de la máscara de Martica y mostrar mi realidad.
—Sí, debió ser duro, y dejemos eso ahí, porque empezamos a hablar de Internet fue por los autores que dicen haber tenido diálogos con La Muerte.
—Ajá.
—Como te decía, por curiosidad entré, fui a Google, escribí en el buscador: “diálogo con la muerte”, y aparecieron más de dos millones de resultados. Desde luego no todos se refieren directamente a eso sino que hay muchos temas relacionados, pero de todos modos hay más de mil ilusos que dicen haber hablado de alguna manera conmigo.
—¿Entonces ninguno de esos diálogos es real?
—Por supuesto que no, empezando porque cualquiera que me conozca ya no me llamaría “La Muerte”, sino “La Vida”. Y a los que me les presento como La Muerte, como al pobre Samaniego, pues sencillamente es gente que después de verme ya no tiene oportunidad de escribir nada.
—Y… ¿Yo sí voy a poder escribir algo?
—Creí que te había quedado claro que no voy a contestar nada que pueda afectar tu expectativa hacia el futuro.
—Sí, discúlpame.
—Disculpado, pero no lo vuelvas a hacer. Hagamos una pausa para oír ese final de “Eugene Onegín”, y el comienzo de “Here comes the sun”, que tiene una de las introducciones más bellas de la historia musical.
Siguió otra “dirección”, otro tarareo, otras risas y más brandy. Dejaron de nuevo las copas sobre la mesa.
—Bien -carraspeó Gerardo-. Te quiero hacer otra pregunta, pero te suplico que no la vayas a tomar a mal. Créeme que lo hago con todo el respeto que me inspiras, pero, es una duda que no quiero dejar de aclarar.
—No te preocupes, dímela.
—Siendo tú la… entidad, que maneja los diferentes estados de la vida, y, teniendo, con relación al ser humano, tanta sabiduría, ¿por qué has permitido que vivamos consumidos entre tantos errores, por qué no nos has educado como debía ser?
—Porque no soy una arbitraria como ese ser superior que el hombre creó, ni tan irresponsable como ustedes los escritores, que son capaces de crear mundos y personas para manejarlos como se les da la gana.
—Bueno, discúlpame, te dije que no te quería molestar con un… reclamo, sólo que tenía la duda.
—No me he molestado -dijo Eugenis riendo-. Sólo estoy hablando claro, ahora óyeme. Aunque no lo creas lo estoy haciendo; los estoy educando, lo que pasa es que yo trabajo con una dimensión del tiempo muy diferente a la que viven ustedes. Volvemos a lo de la “niña humanidad”. No estoy haciendo nada distinto a lo que hace cualquier otra madre inteligente, y es permitirle a mi hija lo que ahora llaman, “el libre desarrollo de la personalidad”. Lo que sucede es que ustedes, lo mismo que le pasa a cualquier otro niño, creen que se encuentran en la plenitud de la vida. Es lo normal. Si es que tú recuerdas algo de cuando tenías seis o siete años, ¿alguna vez en ese momento te imaginaste la vida a los ochenta, cierto que no? Te quedaba imposible, como a todo el mundo. Eso es lo que le pasa ahora a la humanidad entera, que no es otra cosa que una niña a la que le queda imposible comprender lo que le sucederá cuando crezca. Si estás de acuerdo te puedo hacer un breve resumen de la historia de la educación de la humanidad, para que comprendas mejor el grado en que se encuentran. ¿Te parece?
—Por supuesto, hazlo.
—Bien. Los primeros humanos tenían del universo la misma visión que podía tener cualquiera de los otros animales. Estrellas, un elemento que salía de un lado a alumbrarlo todo en determinado momento, tiempo después se ocultaba y daba paso a otro que alumbraba casi nada. Este ciclo repetido con uniformidad, despertó inquietud en esos cerebros que se empezaban a desarrollar, y comenzaron a recibir, con toda la razón, al elemento que alumbraba más como el que les permitía vivir. Entonces, esos cerebros receptivos, más grandes y mejor estructurados, empezaron a producir funciones imposibles para los demás animales. El mayor progreso, el que dio paso a todos los demás desarrollos que han traído al humano a su condición actual, no fue la habilidad manual, como enseñan en las escuelas; fue la habilidad para comunicarse entre sí. Desde luego de esas primeras comunicaciones no existe ninguna constancia, pero no se equivocan los que han supuesto que las primeras palabras, en cualquiera que fuera ese primer o primeros lenguajes, fueron, el “sí”, y el “no”. Entonces, partieron de las ideas instintivas que se transmiten los animales, como la dirección que deben seguir en busca de agua o las señales de peligro, siguieron con descripciones avanzadas como la distinción de los colores o la diferencia en las cantidades, y llegaron hasta el planteamiento de conceptos, lo cual dio paso al nivel más alto de la inteligencia humana, cual es la capacidad de formular preguntas y definir respuestas. ¿Hasta ahí es claro?
—Por completo.
—Bien. Por supuesto en un planeta y un espacio de los que no conocían ni una mínima fracción, cualquier paso adelante significaba una duda, que ocasionaba una pregunta, y exigía una respuesta. Imagínate una inquietud básica apropiada para esos seres humanos tan elementales que, como sigue erradamente sucediendo hasta estos días, se sentían el centro y motivo del resto del universo: ¿Cómo sabe esa luz de arriba, que se debe ir para que podamos dormir, y debe volver cuando nos despertamos? Para el humano cosas como ésa debían ser manejadas por seres tan grandes y poderosos como para poder manejarlas. Así se plantearon miles de preguntas que por naturaleza fueron dando paso a las referentes a los misterios básicos, como: ¿de dónde venimos? Al no haber las inquietudes de ahora que tienen que ver con realidades como la física y la química, no cabía la pregunta lógica: ¿“qué” nos creó? El instinto natural les decía que sólo “Alguien” más poderoso les había podido crear, y la pregunta, natural pero equivocada, fue: ¿“quién” nos creo? Espero estar explicándome bien.
—Perfectamente.
—Ni modo de sospechar que eran la especie evolucionada de un animal, ese concepto no cabía en la mente de un ser que había comprobado ser más poderoso e inteligente que todos los animales. No era “lógico”, que el más poderoso proviniera de otros menos inteligentes, “tenía” que venir de unos más inteligentes. Entonces, con bases tan equivocadas como el pensar que el sol funcionaba de acuerdo a su conveniencia, esos humanos, en su ignorancia, inventaron una serie de seres superiores, que les habían creado y se encargaban de manejarlo todo. Éstas también son cosas que tú y muchos otros ya tenían más o menos concluidas, ¿te estoy aburriendo?
—No, para nada. Tal vez me sobra un poco el tono pedagógico, pero lo prefiero a que dejes pasar por alto algún detalle dándolo por entendido. Tenía idea de que la cosa era así, pero no había pensado en la secuencia del error de una forma tan clara, ni sabía lo de la verdadera edad de la humanidad. Como tú dices, aquí creemos no sólo que nos encontramos en la plenitud de la vida, sino que la mayoría piensa que nos acercamos al final.
—Es natural. El hombre es egoísta, y le queda muy difícil asimilar el hecho de que los seres humanos del futuro van a tener una vida mucho mejor. No les cabe en la cabeza que los que van llegando puedan manejar las cosas mejor de lo que ellos las están manejando. Lo que sienten por el futuro no es incertidumbre sino envidia. Así como no entendieron que sus antecesores no eran deidades sino primates, inferiores en la escala natural de la inteligencia, tampoco quieren entender que sus descendientes son seres más evolucionados, que cada vez serán superiores en esa misma escala. Por eso esa solemne equivocación de que “todo tiempo pasado fue mejor”.
—Eso me tranquiliza.
—Yo sé, tú eres uno de los pocos que sostiene que el mundo está mejorando. Los egoístas se apoyan en argumentos como el desorden de algunos jóvenes que se drogan y se comportan de forma libertina, y no entienden que, así lo hicieran “todos” los jóvenes, eso sería un adelanto, un progreso, una mejora, con relación al atraso por el hipnotismo colectivo en la religión, y a la frustración por la constricción sexual. Claro que hay desorden, pero es el que se produce siempre como efecto de una transición hacia algo mejor. Yo, como tú, prefiero ese desorden actual, al orden equivocado de las tradiciones.
—Ahora veo más claro lo de tu proceso educativo. Íbamos en cuando el ser humano creó a sus creadores y manejadores. ¿Qué siguió después?
—Bueno, la secuencia del resto de la historia ya la conoces porque toda está escrita. En el tema de la educación se empezó con las que ahora se conocen como mitologías. La griega, la romana, las orientales, la nórdica, la egipcia, y demás. Hasta ahí todas eran leyendas muy bonitas y creativas, algunas hasta ejemplares, que hablaban de muchas deidades que servían para todo. El error máximo empezó con Ajnatón, ¿lo recuerdas?
—Sí, claro. El faraón casado con Nefertiti, uno de mis amores platónicos.
—Correcto. A él, posiblemente con la mejor intención, se le ocurrió empezar a hablar de monoteísmo, y ahí se deformó todo. La cosa estaba muy bien cuando había muchos dioses, porque ninguno era omnipotente, todos tenían debilidades y hasta se enfrentaban unos con otros. Eran muy humanos. Habría mejores consecuencias si las cosas hubieran seguido así, porque la sana competencia entre ellos habría facilitado el conservar el valor del ser humano, y el del resto de las cosas del mundo. Pero cuando resultó uno todopoderoso e infinitamente sabio, que declaró que el hombre desde su nacimiento no era otra cosa que un engendro del pecado y que el mundo era su peor enemigo, y con el que era imposible cualquier tipo de discusión, fue cuando empezaron también a aparecer los humanos poderosos y sabios que lo representaban, y que tampoco permitieron ninguna discusión; hasta con la hoguera castigaron a quienes no estaban de acuerdo. Hicieron lo mismo que los romanos, que echaban a los leones a quienes iban en contra de sus deidades. Todavía lo hacen, en algunas sociedades fundamentalistas ejecutan gente por ir contra las verdades religiosas. En fin, la idea de esa omnipotencia era tan sólida por el temor que infundía, que se constituyó en el mejor negocio del mundo. Lo que pasa regionalmente con cualquier dictadura. Hasta hace un siglo nadie en la historia había manejado tantas riquezas y tanto poder como ellos. Por fortuna eso ya está pasando y, dentro de un par de siglos, todas esas “verdades” serán con razón consideradas como otra de las mitologías, y todos sus monumentos y obras de arte serán vistos como las excentricidades que hoy representan las pirámides de Egipto.
—¿Y eso cómo va a ser? Creo que de ese futuro sí me puedes hablar porque será algo que no va a tener nada que ver conmigo.
—Sí, y es simple. Aunque a ti o a cualquier otra persona actual le quede muy difícil entenderlo, la realidad es que en este momento la raza humana vive la etapa en que está una niña de seis o siete años. Es decir, cuando apenas está entendiendo que Santa Claus, los amigos imaginarios, los monstruos nocturnos y el ratón Pérez no existen, sino que fueron pintorescas leyendas que hicieron más interesante y agradable la etapa de su primera infancia, y algo que les estimuló la fantasía y la creatividad. Pero te cuento que hace muy poco, bueno, poco para mí, para ustedes hace años, le he estado entregando a esa niña un órgano y un conocimiento que la van a conducir a lo que llaman “uso de razón”, y le dará paso a la pubertad.
—¿Un órgano y un conocimiento?
—Sí.
—¿Cuál es el órgano?
—Es la computadora. Ustedes todavía no lo han entendido así, pero ese elemento no es otra cosa que un órgano más en la evolución de su especie. Cuando dejaban de ser primates les entregué el perfeccionamiento de dos órganos: las cuerdas vocales en la laringe, y en el cerebro el que conocen como la “circunvolución de Broca”, con la que consiguen el control preciso de los labios y de la lengua. Con esos dos órganos fue que lograron empezar a decirse “sí” y “no”, lo cual, como ya sabemos, dio paso a todo el desarrollo de la inteligencia hasta hoy. Imagínate, si en ese momento fue tan importante el hecho de que pudieran hablarse estando a pocos metros el uno del otro, ¿qué desarrollo crees que logren alcanzar ahora, cuando en fracciones de segundo pueden transmitirse palabras, imágenes, sonidos, y toda clase de información de un extremo del mundo al otro de una manera individual, o colectiva? Ya está pasando, ya el ochenta por ciento de las actividades humanas son organizadas por ese órgano. Ya nadie se imagina el caos que representaría el hecho de que ese órgano desapareciera. Todavía no entienden que su cerebro ya no necesita sino una ínfima parte de sus capacidades, porque todos los conocimientos de la humanidad están en la computadora y los están manejando con una propiedad impresionante. Pasarán años antes de que el ser humano comprenda la verdadera dimensión de este avance, y lo reconozca como uno más de los órganos de su organismo. En este momento para ustedes eso es algo tan lejano e incomprensible, como lo era para los primates el paso a “Homo Sapiens”. Tú ya habías sacado algunas conclusiones parecidas.
—Sí, pero las había expresado como una especie de… presentimiento. No las había visto de una forma tan clara como tú me las estás diciendo. Ahora…
—Espera, oigamos el paso entre “Here comes the sun”, y la escena diez de “El lago de los cisnes”.
Cumplieron el ya establecido ritual de seguimiento, tarareo, risas y brandy.
—A mí me encanta la música de Tchaikovsky y la de los Beatles, simplemente porque es la que mejor me suena entre todo lo demás -comentó Gerardo-. ¿Pero a ti, por qué, hay alguna otra razón?
—Básicamente por lo mismo, me suena mejor, pero también debe ser porque soy una enamorada de las evoluciones importantes, y esas dos obras lo son. Tchaikovsky tomó la elitista música clásica, y la hizo tan bella y entendible que la regó no sólo al campo popular, sino hasta el infantil. Y los Beatles hicieron lo mismo pero al revés, tomaron el desorden del rock popular y lo elevaron al nivel de música clásica. Ya hay mucha gente, sobre todo entre los que de verdad saben de música, que entiende que dentro de cien años la de los Beatles se va a estar oyendo con el respeto con que hoy se escucha Beethoven, Mozart o Bach.
—Cierto, y me alegro de que me lo confirmes. Ahora sí, ya me dijiste lo del órgano nuevo, ahora cuéntame lo del conocimiento que nos estás entregando.
—Es el conocimiento del ADN. El hecho de que hayan “descubierto” ese elemento y lo hayan identificado como el primario de la vida, en el cual está determinada hasta la más pequeña de las capacidades y características de las que depende el desarrollo de cada uno de los seres vivos. Ya lo vieron, ya, muy elementalmente por ahora, lo están descomponiendo y analizando. Ya tienen una idea aproximada de su composición, que han llamado el “Genoma del ADN”. Quiere decir que lo están descomponiendo en códigos y datos, que están empezando a manejar con su órgano nuevo; con la computadora. ¿Sabes cómo comparo esos dos regalos que les hice, con el que se le haría a una niña de siete años?
—¿Cómo?
—Como el entregarle su primer documento de identidad, como el carné de estudiante, o algo así. Como si le dijera a mi hijita, “toma, mi amor. Con este carné ya eres reconocida como una personita que tiene derechos, y también muchas responsabilidades, porque vas a tener que empezar a aprender a manejarte solita”.
—A… ¿manejarnos solos?
—Claro. Con esos dos elementos, por medio de la manipulación genética, no son otra cosa que una especie que va a comenzar a manejar su propia evolución, y la de toda la naturaleza viva que les rodea, sin la intervención de seres superiores; ustedes solitos. Ya no tendrán a Santa Claus y al ratón Pérez para que les premie el buen comportamiento, ni a los monstruos nocturnos o la amenaza de la autoridad divina para que les castigue el malo. ¿Cómo lo ves?
—Como algo inmenso. Es una gran responsabilidad. ¿Sí estamos listos para eso?
—Eso espero. Ya lo he hecho a la misma edad con otras “humanidades”, en otros universos, y la mayoría lo ha logrado. Pero no nos pongamos a hablar de eso porque es un tema que te queda grande, no lo vas a entender ni tienes necesidad. Sigamos con lo que a ustedes concierne.
—Bueno… entiendo, dejemos por fuera los demás universos, pero… me crea una gran zozobra eso de que tú, La Vida, diga “eso espero”. Quiere decir que tienes una duda entre si seremos capaces de manejarnos o nos vamos a destruir. ¿Es que acaso no puedes intervenir para que lo manejemos bien?
—Pude hacerlo a veces, como cuando estuvieron a punto de matarse con la energía nuclear, pero es que eso era algo que manejaba un pequeño grupo de personas, y se podía influir en las cuatro o cinco que tenían el poder. Ahora es distinto, cualquier estudiante mediocre en cualquier laboratorio elemental en cualquier parte del mundo, puede jugar a la manipulación genética. De hecho hay miles que lo están haciendo. No puedo estar pendiente de todos, como ninguna madre puede estar encima de su hija a cada segundo. Y aunque pudiera no lo haría porque eso iría en contra del libre desarrollo de su personalidad. Sería como esas madres que no tienen ninguna confianza en sus hijas y quieren manejarles por completo la vida. Además no tendría sentido que les entregue el uso de la razón si no los voy a dejar que la apliquen. No entiendo por qué te asustas, siendo que tú mismo tienes dos hijas y un hijo, y a los tres les has orientado cuando lo crees necesario, pero también los has dejado que manejen su propio desarrollo, con excelentes resultados; tienen sus defectos, pero los tres son personas positivas para el planeta. Así como confías en tus hijos, confía en mi hija, Gerardo.
—Bueno, si tú lo dices…
—Claro que yo sé que van a cometer muchos errores con eso; ya los están cometiendo. ¿Qué tal eso de las armas biológicas? Es un peligro superior al de la energía nuclear, y ni modo de arreglarlo porque es algo que está al alcance de todo el mundo. También están cometiendo errores con las clonaciones y cosas que al principio les van a hacer mucho daño, pero cuando aprendan a manejarlas les van a dejar muchos beneficios. Debes entender que el despertar de la humanidad hacia el conocimiento y manejo genético, es más o menos lo mismo que el despertar de la sexualidad en la niña, que la lleva a sus primeras masturbaciones. Ustedes se van a masturbar con eso de la manipulación genética, pero como cualquier niña normal lo van a aprender a manejar como la reacción conveniente que representa, y que la puede conducir a una vida sexual gratificante.
—Pues, bueno, me tocará decir lo mismo que tú: “eso espero”.
—Oye, ahí viene el empate entre “El lago de los cisnes”, y “A day in the life”; qué pieza más bella. Lástima que la compusieron de acuerdo a los tiempos del rock y no dura sino unos minutos, pero yo creo que esa composición, ese arreglo, esos cambios de compás y esa orquestación, son material para una obra monumental, ¿no crees?
—Totalmente de acuerdo.
Dirigiendo, tarareando y cantando se quedaron un par de minutos disfrutando de la magia de esa música. Brindaron con un trago doble y volvieron a poner las copas sobre la mesa.
—A ver, Eugenis. Ya tengo claro que la niña asoma apenas a la pubertad, pero, suponiendo que no nos destruyamos y logremos superar esta etapa, ¿qué seguiría?
—No sé si valga la pena que te hable de eso, no porque te falte inteligencia para entender ni mucho menos, sino porque son cosas que no están al alcance de la mente humana actual, como cuando eras niño y no habrías podido entender la vejez. En este momento cualquier explicación sobre eso te merecería la misma credibilidad superficial que le puedes dar a una novela de ciencia ficción. Asúmelo simplemente como el desarrollo de cualquier niña. Lo más importante que puede lograr en la pubertad es la identificación de su sexo. En este momento se cree que su esencia es dominada por lo masculino, lo cual por fortuna es una equivocación transitoria como la que puede sufrir cualquier otra niña o niño; es una etapa normal de ubicación. A mí me da risa cuando para referirse a la humanidad la gente dice “el hombre”, y por supuesto eso también es secuela de la desorientación religiosa. Ahí vuelvo con mi tema de que habría sido mejor que el mundo hubiera seguido creyendo en las deidades antiguas, entre las que había hombres y mujeres que tenían romances, hijos, y hasta conflictos pasionales. Había equilibrio. Pero cuando apareció el omnipotente, representado por un padre o por una trinidad de componentes masculinos, se acabó el equilibrio. Para una parte muy importante de los creyentes se llegó al colmo de enseñar que ese padre había tenido un hijo en parte dios y en parte humano, como los de los dioses antiguos, pero de una mujer que no tenía carácter de diosa, y que era virgen; es decir que, como para un nacimiento verosímil no podían evitar la participación de una mujer, se aseguraron de usarla sin darle ni siquiera la importancia de que ese padre se hubiera contaminado tocando algo de tan poco valor, ni ensuciado con algo “tan bajo”, como el acto sexual. Por fortuna, repito, esa equivocación está pasando, la mujer está recuperando su importancia, la niña identificará su esencia femenina y, dentro de poco, si es que acaso alguien sigue insistiendo en que la humanidad fue creada por algún ser superior, se entendería que éste no podría ser otro que una mujer; una madre.
—En ese caso, ¿serías tú?
—No, yo no soy creadora. Nadie es creador. Ya, sin que nadie sepa cómo, todo está creado y lo único que hay es cambios en el estado de las materias y las energías. Yo, como todo lo que existe, como la humanidad y como el universo que ves y la infinidad de universos que no ves, soy consecuencia de fenómenos que ustedes entienden como físicos y químicos. Ustedes de este universo y yo de otro más evolucionado, pero en condiciones iguales dentro del perfecto equilibrio de Lo Absoluto. En mi universo, en mi mundo, mi trabajo es el ser una especie de administradora de la vida en estos otros, pero no soy más que eso. Una “nana”, que cuida y quiere estas niñas hasta que, si no se mueren antes, aprenden a manejarse solas. Una “criadora”, como los de ustedes que crían pollos o conejos. La diferencia es que yo no veo a mis crías como seres inferiores destinados al sacrificio.
—¿Entonces, para qué nos crías?
—Con todo respeto, Gerardo, debo decirte que no lo entenderías. Lo único que te puedo decir es que puedes estar tranquilo porque no es para nada que les haga daño, y, volvamos a nuestro tema del desarrollo de la niña.
—Está bien, y… falta mucho de ese desarrollo, ¿cierto? Por primera vez, en mucho tiempo, pienso que quisiera vivir más para ver esas cosas, pero no tiene sentido porque tendrían que ser más años de los que por naturaleza yo podría vivir.
—Claro.
—Y, por pura curiosidad, entendiendo que para mí tu respuesta podría ser algo así como un tema de ciencia ficción, quisiera que me dieras aunque sea una elemental base de lo que podría ser la humanidad si es que llega a la madurez. Es decir, ¿cuál sería el resultado de un desarrollo ideal?
—Pues, para cualquier madre o padre constructivos, lo ideal es que sus hijos lleguen a superar sus logros. Pero para entender eso tendrías que entender los logros del universo del que provengo, y eso te queda imposible. Lo que sí te puedo decir es el estado que deben alcanzar para empezar a lograr ese resultado; y ese estado, para que te sorprendas, no sería nada de ciencia ficción; todo lo contrario, sería algo que puede entender cualquiera de ustedes y que ya algunos han alcanzado; como tú.
—¿Verdad? Cuéntame.
—Bien. Para que tu humanidad encamine su desarrollo en condiciones ideales, tendría que completar la pubertad y superarse en la adolescencia, para entrar a la juventud en el estado que bauticé para ella como: “Opus Mundus”.
—¿ “Opus Mundus”, qué significa, por qué ese nombre?
—En realidad el nombre no es muy importante, es sólo un juego de palabras como cualquiera otro en este mundo. “Opus”, pues lo puse por la definición del diccionario de la Real Academia Española, como acepción musical, y que dice: “Opus: Obra que se numera con relación al conjunto de la producción de un compositor”. En este caso es la obra entre las compuestas para esta humanidad, y que, si se logra, sería dedicada al mundo; mi composición para el “Mundus”. ¿Bonito, cierto?
—Sí, el nombre es bonito, pero, dices, “entre las obras compuestas”. ¿Es que hay más “Opus”?
—Sí, varios, como el “Opus” que te decía de las leyendas y fantasías de la infancia, y que está terminando. Ahora, para la juventud, sigue “Opus Mundus”, y después vendrán las obras que todavía no podrías entender.
—Ya. Entonces, “Opus Mundus”, como etapa en la vida de la humanidad, ¿cómo la definirías de manera que yo la entienda?
—Simple, se puede resumir en una frase que se podría tomar como derrotero a seguir por la humanidad en su juventud.
—¿Como un solo “mandamiento”?
—No tiene nada de mandamiento porque no tiene que ver con la aplicación de ninguna autoridad, sería más bien como un “entendimiento”.
—¿Cuál es esa frase?
—Es: “Amar al mundo sobre todas las ideas”.
Gerardo, entre sorprendido y analítico, se quedó mirando a Eugenis.
—Tómate tu tiempo -sonrió ella-. Mientras tanto oigamos la “transportación”, de ese último acorde de “A day in the life”, y la majestuosa irrupción de “Capricho italiano”, para mí de lo más bello de Tchaicovsky.
En silencio oyeron unos minutos de música y brindaron. Después de devolver las copas vacías a la mesa Gerardo preguntó.
—¿Qué quisiste decir con que yo ya había alcanzado el estado de “Opus Mundus”?
—Dímelo tú, a ver si lo entiendes.
—En este momento no sabría cómo, tendría que pensarlo más.
—¿Cómo ves al mundo con relación a la humanidad, qué sientes por él?
—Pues… al mundo lo veo, digamos como… mi casa. Y por él siento… el aprecio y el respeto que siento por mi casa. Por la humanidad, pues… siento la misma consideración y respeto que quiero de los demás para mí.
—¿Y por qué?
—¿Cómo así?
—Sí, querido, ¿por qué no matas, por qué no robas, por qué no estafas, por qué no sobornas, por qué no botas basura en la calle o en el campo, por qué no irrespetas?
—Si fueras otra persona te contestaría que porque no se me da la gana.
—¿Acaso no es por miedo a las leyes que te pueden llevar a la cárcel, o para ganarte un premio o evitar un castigo después de la muerte?
—Tú sabes que nada de eso me importa. No hago esas cosas porque no me nacen. Me parece que no se deben hacer.
—O sea… por instinto.
—Pues… sí.
—Eso es “Opus Mundus”, Gerardo. Eso es apreciar y respetar al mundo y a la humanidad por lo que son, no por las ideas de autoridades humanas o “divinas”. Es ser distinto a los padres, o monseñores que enseñan y exigen “moral”, pero se encomiendan a su deidad para que nadie se dé cuenta de que han abusado sexualmente de un niño de doce años, o los pastores que hacen lo mismo para que sus esposas no sepan que se han estado revolcando con alguna de sus “ovejas”. Es ser distinto al sicario que se encomienda a la Virgen para que no le pase nada cuando comete un asesinato por dinero. Es ser distinto al empresario o funcionario corrupto que los domingos va a que lo vean en la misa, o en la ceremonia de alabanza, y se lava la conciencia desprendiéndose de un diezmo o limosna, que queda en manos de explotadores de la buena fe tan corruptos como él. ¿Sabes cuál es la peor aberración religiosa, la que más daño ha causado al mundo?
—¿Cuál?
—El perdón divino. El tener a la gente convencida de que el arrepentimiento en el último momento le puede borrar toda una vida de faltas. Desde luego que ésa es una de las bases del negocio, con ella se aseguraron de captar feligreses que van periódicamente a depositar su aporte y quedar tranquilos porque han descargado su porquería. Lo mismo pasa con la justicia humana, que le da derecho a cometer toda clase de actos corruptos a todos los que tengan con qué comprar un juez. ¿Quieres que te ponga un ejemplo de una persona que no vivió de acuerdo a “Opus Mundus”, sino a las leyes humanas y divinas?
—Por favor.
—Pablo Escobar.
—¿Cómo así que de acuerdo a las leyes? Él lo que hizo fue vivir “contra” todas las leyes.
—Error, mi amor. La historia ya la conocemos y no vamos a hablar de ella. Sólo aclaremos que esa persona, con todo su parné, compró durante toda su vida criminal a todos los jueces y autoridades. Hasta compró cargo de Honorable Legislador. Cuando le dio la gana estar preso montó un palacio como cárcel, y cuando le dio la gana se fue de él. Eso es saber manejar las leyes humanas de acuerdo a lo que son: mentiras bien fabricadas. Por eso es que alguien definió a los abogados, que son los que manejan las leyes, como: “el triunfo de la inteligencia sobre la verdad”. Y las leyes divinas, le bastaba con tener las sagradas escrituras en la mesa de noche, leer los versículos que justificaban sus actos, y quedar tranquilo porque en esa “palabra”, ambigua y amañada, hay justificación para todo, hasta para declarar una guerra. Por supuesto que fue generosísimo en sus limosnas, construyó barrios para gentes pobres, entregó millonarias contribuciones a los religiosos que le recibieron en “confesión”, con eso logró su perdón y su apoyo, y eso es saber manejar las leyes divinas de acuerdo a lo que son: mentiras bien fabricadas.
—Pero al final las autoridades terminaron castigándolo, ¿no?
—Otro error, querido. A él no lo castigaron por sus crímenes, a él lo asesinaron sin castigarlo para darle gusto al patrón capitalista, porque les convenía más ese apoyo que lo que el Escobar en descenso podía ofrecer. Las autoridades, orgullosas, sacaron pecho mostrando el cadáver despatarrado a tiros en un tejado; cumplieron. Y los representantes del omnipotente, celebraron las exequias, manifestaron su perdón y pidieron al cielo que lo recibiera; cumplieron. Pero, ¿Y el mundo, qué? ¿La humanidad, qué? El perdón divino no compensó, nada compensará, el sufrimiento de cientos de familias destruidas por los seres queridos perdidos a causa de las bombas terroristas del criminal. Ver el cadáver no compensó los miles de hectáreas de bosque destruidas para sembrar cocaína. ¿Qué puede compensar el hecho de que, a causa de la imagen que les han regalado los corruptos, cada colombiano que llega a otro país es tratado indignamente como sospechoso de narcotráfico? Nada enderezará la vida de todas las personas que se han beneficiado de esos dineros sucios, y ya no se acomodan a conseguirlo de otra forma sino delinquiendo. Aunque muchos de ellos se sigan mostrando como defensores de la “moral”, ya nada compensará el daño que han hecho. Te he puesto ese ejemplo porque es reciente, y es algo que sucedió aquí, en tu país. Pero, desgraciadamente, tengo ejemplos parecidos de todas las regiones del mundo y de cada momento de la historia. Y esos son los casos extremos, pero se pueden poner como ejemplo también los del funcionario que recibe una “mordida” para saltarse un procedimiento, el publicista que engaña al público para vender más, el que ensucia una fuente de agua, el que promueve el uso incontrolado de hidrocarburos, y otros miles. Todos le hacen daño al mundo y a la humanidad. Es triste. Por eso hablo con gente como tú, la que nunca ha tenido en cuenta ninguna de esas leyes, sino que procede de acuerdo al amar al mundo sobre todas las ideas o miedos hacia lo “superior”, conocido o desconocido. La humanidad, por simple “entendimiento”, tendrá que llegar a saber que el perdón no existe. Que el daño que se hace queda hecho, que este mundo que es su casa se afecta con las malas acciones, y que la humanidad sufre con ellas, y por eso no se deben hacer. No es más que usar como se debe el tan nombrado, “sentido común”. Sencillo, ¿cierto?
—Sí, cierto -suspiró Gerardo-. Pero qué problema.
—¿Cuál problema?
—Que convertir ese “sentido común”, en un “entendimiento común”, es una utopía.
—¿Quién dijo eso?
—No, pues… se puede decir que nadie lo ha dicho… pero, no sé, ¿cómo meterle esa idea en la cabeza a “todo el mundo”? Eso es imposible.
Eugenis soltó una encantadora carcajada.
—¿De qué te ríes?
—De tu ingenuidad.
—¿Ingenuidad? Tú conoces a la humanidad desde unos cuantos millones de años antes que yo, y sabes que nunca en la historia ha sido posible poner ni siquiera a una mayoría de acuerdo en nada. ¿Cómo puedes esperar que, “todo el mundo”, se ponga de acuerdo en un propósito o “entendimiento”? -rió Gerardo-. ¿Cuál de los dos es el ingenuo?
—Ay, mi Gerardo -suspiró Eugenis-. No estás viendo más allá de tus pestañitas.
—¿Qué, por qué dices eso?
—Primero, porque no es necesario poner de acuerdo a toda la humanidad, sino sólo a la parte constructiva de ella, que es la que al fin y al cabo produce y administra los recursos constructivos. La parte destructiva seguirá existiendo, porque es parte del equilibrio de Lo Absoluto y contra eso no hay nada que hacer. Y segundo, parece que no te has dado cuenta de que, a través de la historia, la gran mayoría de la humanidad, incluyendo constructores y destructores, sí se ha puesto de acuerdo en muchas cosas.
—¿En qué?
—Por ejemplo en el temor al ser todopoderoso. Con diferentes interpretaciones, pero en una época reciente hasta el setenta y cinco por ciento de la humanidad estuvo de acuerdo con la existencia no sólo del ser “infinitamente bueno”, sino en la de otro “infinitamente malo”. Y no sólo eso, también se han puesto de acuerdo en el valor de las diferentes monedas, en la globalización de idiomas y procesos de muchas clases, y si seguimos vamos a encontrar muchos otros ejemplos. Así mismo se podrían poner de acuerdo, ya sea también por temor, en que si no se olvidan del perdón inútil y le reconocen al mundo y a la humanidad su valor como lo único cierto que tienen, lo pueden perder. ¿O no?
—Pues… sí.
—Pues sí. Y esos acuerdos que te dije se dieron aún cuando la humanidad tenía miles de millones de cerebros distintos, y era mucho más difícil que se pusieran de acuerdo. Para ponerse de acuerdo en la mitología única del ser omnipotente, desde que Ajnatón empezó a hablar de monoteísmo hasta que la idea cundió en el porcentaje que te dije, necesitaron de diez o quince siglos. Pero, ¿qué crees que puede pasar ahora que estamos en proceso de que los miles de millones de habitantes del planeta tengan un solo cerebro?
—¿Cómo?
—No digas que vamos a tener que volver a hablar lo de la computadora.
—A… cierto.
—Ése, pues, si todo marcha más o menos bien y la niña no se mata con lo de la genética, va a ser el proceso de adolescencia. Ésa va a ser una etapa muy corta durante la cual se va a llegar a que prácticamente cada habitante del planeta tenga su computadora, que será algo así como una neurona que formará parte del gran cerebro común. Miles de millones de neuronas con información diferente, pero que en fracciones de segundo se pueden compartir entre todas. Espero que puedas entender que ahí va a ser mucho más fácil que, la ya “señorita”, logre propósitos comunes entre la gente constructiva, y no será tan complicado que se encamine hacia “Opus Mundus”. Al “amar al mundo sobre todas las ideas”, simplemente porque es algo que tiene más sentido que todo lo anterior. No será otra cosa que, ya no “el hombre”, sino, la mujer en que se habrá convertido la humanidad, se olvide de todas las explicaciones invisibles y, literalmente, “ponga los pies en la tierra”.
—Bueno, sí, ya lo tengo algo más claro. Va a ser muy difícil, pero… puede ser.
—Ni tan difícil. Como te decía, hace apenas un siglo el setenta y cinco por ciento de la humanidad dependía, “físicamente”, de las obligaciones religiosas. Toda esa gente pensaba que era pecado no cumplir con los ritos de alguna religión o iglesia, y en algún momento lo hacían, o si no, se sentían culpables y hasta pedían perdón por su falta. Hoy los que piensan así son menos del cuarenta por ciento. Gran parte de la otra mayoría sigue dependiendo de la idea del ser superior, y eso está bien, pero sostiene con él una relación personal mucho más libre y que no maneja nadie más que esa persona. Es gente que ya no confía en las iglesias ni en la autoridad de los religiosos. Ya son muchos menos los que se dejan “educar” por ellos. ¿No te parece que es un gran avance en muy poco tiempo? La humanidad ya se está desprendiendo de ese “karma”. Ahora sólo piensa en qué podrá suceder en los próximos dos o tres siglos, cuando se consolidará la globalización de cantidades de propósitos y conocimientos nuevos. Hace apenas doscientos años, para escribir en la forma desinhibida y explícita en que tú y muchos otros escriben ahora, había que tener el apellido Sade, y someterse a ser juzgados como criminales y tratados como locos. Ahora lo más que puede pasar, es que no publiquen o no lean tus libros porque no les interesa el tema o no les gusta como escribes, pero no porque alguien conserve el derecho de prohibirlos o castigarte por escribir lo que te nace. ¿Lo quieres más claro?
—No, está claro.
—¿Qué tal lo de la conciencia ecológica? Cuando tú eras un bebé nadie hablaba de eso porque el cuidado del mundo no figuraba en las sagradas escrituras. Al contrario; El Mundo era uno de los “enemigos del hombre”. Ahí la exuberancia vegetal, las quebradas cristalinas, y la belleza de los campos floridos, no eran otra cosa que el camino fácil al infierno, y los terrenos áridos y hostiles eran el camino bendito que había que elegir si se quería llegar al cielo. Ahí no aparece nada sobre el cuidado del agua o los ecosistemas. Ahí las especies animales están separadas entre buenas, como las ovejas, y malas, como las serpientes. Ahora, apenas ochenta años después, en todo el planeta se sienten manifestaciones contra la extinción de las especies, así sean serpientes, contra las causas del calentamiento global, y otros temas como esos. ¿No es eso un “entendimiento” colectivo?
—Por supuesto que lo es.
—Lo que pasa es que, como me dijiste, mi visión de la humanidad es la de un proceso de millones de años. Para mí toda la evolución desde primates hasta “Homo Sapiens”, fue cuestión de cuatro años. El entretenimiento con las mitologías antiguas fue embeleco de año y medio. La influencia del todopoderoso ha sido cuestión de ocho meses, mucho más corta que la de los dioses antiguos. Y la llegada a “Opus Mundus”, es inminente en un trimestre. Natural que para ustedes cualquiera de esos procesos sea invisible, simplemente porque saben que en toda su existencia no podrían vivir a conciencia ninguno de los pasos de un estado al otro. Sería como pedirle a una mariposa que, en su efímera existencia de unas horas, comprenda lo que le pasa al ser humano en toda su infancia. Pero para mí, como ya te dije, todo el asunto es una realidad de menos de siete años. Así que eso que ves difícil, no lo es tanto, ¿no crees?
—No, ya viéndolo desde tu dimensión, no es nada difícil. Tu proceso educativo se está dando.
—No lo dudes. ¿Y estás de acuerdo con la manera como estoy manejando ese proceso?
—Sí, claro, tú sabes que sí. Y eso me da pie para otra pregunta.
—A ver.
—¿Por qué estás conversando con una persona de la que ya sabes que está de acuerdo en todo contigo, por qué no lo discutes con alguien que no lo esté y tratas de convencerle?
—Es que no estoy interesada en discutir nada ni convencer a nadie, amor. Mi misión no es “extender” ninguna “palabra”, no es “adoctrinar” ni “catequizar”. Mis charlas con personas no son otra cosa que los momentos en que disfruto comunicándome con mi hija, y esos momentos agradables no los voy a dañar poniéndome a discutir con ella. No la voy a juzgar mostrándole sus errores, me basta con hablarle de sus aciertos y estimularla reafirmándoselos, como estoy haciendo contigo. ¿Crees que tendría sentido ponerme a discutir con mi hija de siete años sobre lo que debe ser a los veinte? Las cosas que necesita saber para avanzar en la edad se las seguiré enseñando sin decírselas, como he hecho hasta ahora. La gente madura a base de golpes y vivencias, por convencimiento en carne propia, no por las opiniones ajenas impuestas en discursos, sermones, escrituras o discusiones. Cada ser humano vive lo que le toca vivir, y, si es tan pobre de ánimo como para vivir de acuerdo a lo que le dicen los demás, morirá como muchos sin saber lo que fue la vida. Como todos los que han muerto esperando que los reciban con honores en “el otro mundo”, sin haberse dado cuenta de que, lo que sea que los haya puesto en éste, lo hizo para que vivieran en él, no pendientes de lo que les va a pasar en otro. Me refiero a la parte mental, porque en la parte física tienen todo el derecho a tratar de salir a pisar otros mundos y, si lo logran, lo mejor es que lleguen a ellos en “Opus Mundus”, para que lleguen a compartir con respeto, como estoy haciendo yo en el tuyo, y no a avasallar con arrogancia como lo hicieron los conquistadores de almas y tesoros con el Nuevo Mundo. Por eso hablo con gente como tú, capaz de asimilar el hecho de, aunque seas hombre, aceptar la influencia de la esencia femenina, que está de acuerdo en que al mundo hay que respetarlo por lo que es, y que valora lo que ha sido su vida en este mundo hasta el punto de no temer a un juzgamiento después de la muerte.
—Gracias por decírmelo, me haces sentir muy bien. Sobre todo lo de la aceptación de la esencia femenina, eso es algo que yo y muchos de quienes lo pensamos, lo decimos como una “probabilidad”, pero no porque lo podamos asegurar.
—Ya te dije que más temprano que tarde la humanidad va a entender lo de las dos esencias en hombres y mujeres, porque eso también tiene una explicación como fenómeno físico y químico. Es cuestión de equilibrio hormonal y estructura encefálica.
—Entiendo lo del equilibrio hormonal, pero no sabía que la estructura del cerebro tenía algo que ver.
—Sí, es que es algo que muchos pueden estar pensando pero nadie ha podido comprobar científicamente. Tú sabes lo de los dos hemisferios cerebrales. Está comprobado que el izquierdo es donde radica la habilidad numérica, el razonamiento, el lenguaje hablado, la habilidad científica y otras que son apropiadas para ejecutar procedimientos. Y el derecho, es en el que reside la perspicacia, la percepción tridimensional, el sentido artístico, la imaginación, el sentido musical y demás propiedades para la creatividad. También está comprobado que en cada persona, hombre o mujer, predomina la influencia de uno cualquiera de los dos hemisferios. Pues bien, no demora algún científico en ganarse un Nobel cuando logre demostrar que el hemisferio izquierdo es el del sentido masculino, y el derecho el del femenino. Cualquiera de los dos puede predominar como inteligencia en cualquiera de los dos sexos, sin que afecte en nada la estructura y comportamiento sexual. Y en relación a lo que hemos venido conversando, pues, simple, hasta ahora la humanidad, en el proceso de conocer y dominar al planeta que habita, se ha tenido que manejar con predominancia del hemisferio izquierdo que es el de ejecutar; el masculino. Ahora va a tener que empezar a “crear” su sistema de evolución y desarrollo, y para eso se necesita el manejo del hemisferio derecho; del femenino. ¿Te quedó más claro?
—Por supuesto. Y te confieso que cuando empezábamos a hablar y me dijiste lo de la importancia de la esencia femenina, creí que lo hacías más por vanidad que por otra cosa.
—Es que también lo dije por vanidad. Tú me dijiste que tenía derecho a ser vanidosa, precioso.
—Pues claro, Eugenis. Eres divina.
Siguieron unos segundos de observación mutua que se sintieron eternos. Aunque a Eugenis no se le veían ojos, Gerardo sintió que su mirada le desnudaba el alma.
—¿Te gusto mucho? -preguntó ella.
—Qué pregunta. Debe ser que también quieres que te alimente el ego diciéndotelo, porque ya sabes que me fascinas.
—¿Me amarías?
—No te amaría, Eugenis. Te amo.
—Yo también te amo, Gerardo.
Lo dijo en un tono tan sensual, cálido, evolvente, seductor e irresistible, que el impactado Gerardo sintió como si cada una de las moléculas de su humanidad se integrara en melosa sustancia de placer materializado. El desconcierto por tan deslumbrante declaración lo único que le permitió fue responder con cualquier estupidez.
—E… yo… me imagino que se lo dices a todos.
La risa pícara de Eugenis lleno la sala de estrellitas multicolores.
—Ay, mi Gerardo bello. Se lo digo a algunos y a algunas, pero sólo cuando lo siento de verdad, y eso no pasa sino con quienes poseen el estado de limpieza mental adecuado para que me fecunden.
—Que… ¿te fecunden?
—Sí. ¿Recuerdas cuando te dije que sí había manera de que me retribuyeras mis atenciones?
Gerardo asintió con un débil movimiento de cabeza.
—Pues ésa es. Que me fecundes. Necesito de la “simiente mental”, apropiada para imprimírsela a las vidas nuevas, para que hereden de un ADN en “Opus Mundus”, y se sigan desarrollando de acuerdo a él. Soy como la abeja reina, que se las arregla para ser fecundada sólo por los mejores zánganos de la colmena. No te molestes porque te compare con un zángano, lo hago en el mejor de los sentidos.
—No… Cómo se te ocurre que me pueda molestar, no te imaginas el honor que me haces al decir algo así.
—Y entonces, ¿lo quieres hacer?
—Sí… pues claro, pero… cómo, es decir…qué…
De nuevo las estrellitas de colores de la risa de Eugenis invadieron el sitio.
—¿Pues cómo podría ser, sino con el acto más bello que se puede dar entre seres vivos? Sexo, mi amor.
—¿Sexo? Fuf… Es que, como dijiste “simiente mental”, me imaginé que era… es decir…
—Sí, corazón. Hay procedimientos que se podrían llamar “telepáticos”, o cosas así, pero yo sé que del que más disfrutarías sería del físico; haciéndome el amor. Y, la verdad, yo también lo disfrutaría más así. ¿Lo quieres hacer?
—S… sí -contestó Gerardo con una telaraña en la garganta.
—Muy bien, pero, para eso tendríamos que desnudarnos, y ya sabes lo que para ti significaría ver mi desnudez. Como los zánganos, que mueren al fecundar a su reina.
—Sí… claro, pero es que… después de vivir lo que estoy viviendo contigo, ya no me quedaría ningún otro interés en este mundo. No me importa morir. Si es contigo, lo deseo.
—Bien, mi amor. Desnúdate -dijo sensual Eugenis mientras movía el brazo derecho en semicírculo esparciendo partículas de neblina.
Alcanzadas por la niebla, las ropas de Gerardo desaparecieron. En la primera fracción de segundo alcanzó a afectarse con la natural vergüenza hacia la desnudez de sus ochenta, y empezó a mover las manos de acuerdo al reflejo para cubrir los genitales, pero, inexplicablemente, como el niño que se asusta con una inesperada presencia pero de inmediato se calma al caer en la cuenta de que se trata de su madre, se relajó en la poltrona y, al contrario de lo que habría imaginado de su reacción en una situación semejante, se mostró con orgullo. El cuerpo seguía siendo el mismo; ajado, flácido, arrugado y seco como corresponde al anciano que no ha sido muy cuidadoso de él, pero la sensación de plenitud y vitalidad que lo inundaba era aún más exuberante de voluptuosidad que la que sintiera cuando bailaron.
Eugenis, cual onda obediente a los impulsos sonoros de la última parte de “Capricho Italiano”, flotó danzante y grácil hasta quedar parada. La niebla, como desplazada por un casi inmóvil aire saturado de misterio, respetuosa comenzó a disiparse con lo que se le antojó a Gerardo la más exasperante lentitud. Embelesado empezó a vislumbrar la figura de una mujer. Al principio no parecía siquiera hermosa. Se veía bajita. La silueta era bien proporcionada pero algo robusta. Cuando apenas se notaban las facciones, vistas una por una, parecían burdas y poco agradables, pero, al revelarse más el conjunto del rostro conformado como una copa, amplio arriba y en punta recortada abajo, atraía con el encanto de un rarísimo exotismo. El pelo arreglado en gran cantidad de angostas trenzas muy negras se recogía atrás de la cabeza en alargada moña. La frente lisa y muy amplia. Las cejas gruesas y frondosas en el nacimiento dibujaban un arco largo que se adelgazaba hasta terminar en punta dirigida a las sienes. Los ojos, de los que todavía no se distinguía el color, eran muy grandes, rasgados, y las enormes y crespas pestañas parecían dirigidas hacia los lados, como siguiendo la línea de las cejas. La nariz, larga, filosa y algo respingada. Los pómulos salientes y redondos. La boca, grande en relación a la parte baja de la cara, muy bien dibujada con unos labios gruesos y estirados, de un rosado natural casi rojo que, aunque el rostro se mostraba inexpresivo, daban la impresión de un descarado rictus de escepticismo. El cuello largo y fino. Los hombros amplios y altivos. Los senos redondos, firmes, coronados por enormes areolas y sobresalientes pezones. El abdomen, plano arriba y un tanto voluminoso a la altura del vientre, como si estuviera en tercer mes de preñez. Las caderas anchas y cortas. La negra mata púbica de profuso y largo vello también arreglado en diminutas trenzas. Los muslos generosos y bien torneados. Las piernas abajo, delgadas pero con pantorrillas fuertes. Los pies grandes, como para una mujer con veinte centímetros más de estatura. Con todo el cuerpo pasaba lo mismo que con el rostro; visto en fracciones no parecía nada especial, pero cuando, ya sin niebla, Gerardo lo observó completo, quedó pasmado. El conjunto era perfecto. El color de toda ella, parejo, sin zonas diferentes, era de oscura canela pura inclinada al naranja tostado. Si no fuera por la evidente sedosidad viva de la inmaculada piel, la podría haber tomado como una maravillosa estatua de reluciente barro cocido. Se habría podido quedar años disfrutando de tan excelsa visión, pero toda esa belleza quedó en segundo plano cuando se encontró con la mirada de esos rutilantes ojos verde limón con pinceladas azul cielo. El contraste de tal luminosidad con la oscura magnificencia del resto, resultaba tan inusitado como el brillo pleno del sol en la profundidad de la noche. El magnetismo de toda esa turbadora feminidad obnubiló a Gerardo hasta diluirlo en la materia misma del deseo.
—Nefertiti… -exhaló agotado de ansia.
—Sí, mi vida. Soy ella, para ti.
Eugenis dejó que su cuerpo descendiera para quedar sentada sobre la alfombra, se deslizó hacia atrás hasta que la espalda descansó contra el asiento de la poltrona, y abrió totalmente las piernas dejando las rodillas dobladas, de manera que la vulva, protuberante, inflamada de morbo, húmeda y brillante de suave viscosidad, se mostró franca, anhelante y disponible. Con los dedos de la mano izquierda acarició uno de los pezones, el cual de inmediato respondió irguiéndose agresivo. Con los de la derecha acarició el monte de Venus directamente sobre el clítoris. El embriagador aroma morboso de la feromona pura invadió la sala y poseyó lascivo los exaltados sentidos de Gerardo.
—Ven -dijo Eugenis en tembloroso gemido-. Voy a permitir que, literalmente, mueras de placer.
Gerardo, a causa del agobiante estado de languidez producto del demoledor deseo, no encontraba aliento para ir por sí sólo, pero la fuerza de su excitada virilidad, tensa en la erección más intensa que habría podido concebir, le arrastró sobre Eugenis quien lo recibió con un abrazo que lo consumió en la esencia misma del gozo absoluto. Entonces le llamó la atención un ruido como el de un cristal al romperse tras él y que lo obligó a mirar hacia allí. Era su copa de brandy que se había volteado quebrándose sobre la mesa. Le extrañó ver la botella y la otra copa llenas, si las habían dejado casi vacías. Volteó a mirar hacia Eugenis pero no encontró a nadie. Cerró los ojos, los refregó enérgicamente con las palmas de las manos y los volvió a abrir. No había nadie con él. Se vio vestido, y entendió que con seguridad se había quedado dormido en la poltrona, de la cual se escurrió y al caer tumbó la copa sobre la mesa. Todo había sido un sueño del que no quedaba nada más que la erección y la música. En ese instante terminaba “Capricho Italiano”, y empezaba “Get Back”.
—¿Qué pasó, Gerardo, qué fue ese ruido? -se oyó desde el segundo piso la voz de su mujer.
—No, nada, es que tumbé una copa -contestó con tristeza.
—Debías subir a acostarte ya.
—Sí, ya voy.
Suspiró decepcionado. Aflojó la corbata y el cuello de la camisa húmedo de sudor. La erección ya no existía. Se sentía solo, como abandonado; definitivamente aburrido. Decidió que lo mejor era ir a la cama, cerrar los ojos sobre la almohada y concentrarse en el recuerdo del sueño; tal vez si se dormía con él en la cabeza lograría recuperarlo; había sido tan real.
Fue al equipo de sonido, lo apagó, apagó las luces y salió de la sala. Un reflejo azuloso que salía de la puerta del estudio le recordó que había dejado encendida la computadora. Fue a apagarla, y cuando miró la pantalla vio que le había llegado un mensaje por Internet. Lo leyó:

“De: Gisseli 321
Amigo querido, viejo bello… Me soñé entre una nube conversando contigo… y me desperté recordando tu cumpleaños. Felicidades, mi Gerardo. Gracias, por lo que has sido conmigo… por tu amistad. La simiente de tu madurez fecunda mi juventud.
Te mando un BESO y… pues.. . .. te quiero. ... Tu Gisela”.