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sábado, 12 de diciembre de 2015









Respirando Pasado…
Revolcando por ahí algunos papeles viejos, me encontré con un testimonio de la historia familiar del cual hace muchos años me había olvidado, y que, al verlo de nuevo, me volvió a inflar el pecho de orgullo, como cuando lo conocí por primera vez. Se trata de unas fotocopias de dos columnas publicadas en El Espectador a mediados de los mil novecientos ochenta, una escrita por Gabriel García Márquez, quien no necesita presentación, y la otra por don José Salgar, el empleado más importante en la historia del periódico, quien empezó a trabajar allí como mensajero a los doce años, en 1933, y se retiró setenta años después siendo el director del prestigioso diario.
La columna de García Márquez fue escrita precisamente en ocasión del 50° aniversario de José Salgar como trabajador, ya subdirector de El Espectador, y se refirió a varios temas anecdóticos sobre la vida cotidiana entre el personal del periódico. En uno de los apartes comentó sobre un linotipista que trabajó allí muchos años, a quien todos llamaban “El Guardián del Idioma”, y el propio García Márquez, quien con frecuencia le consultaba sus dudas sobre la escritura y le confiaba la corrección de sus textos, llamaba: “El Sabio del Linotipo”. Lo que García Márquez escribió sobre este personaje fue literalmente lo siguiente:
“…un linotipista estrella ─de aquellos que ya no se hacen─ el cual a su vez llamaba la atención de sus compañeros por dos virtudes distinguidas: porque se parecía como un hermano gemelo al presidente de la República don Marco Fidel Suárez, y porque era tan sabio como él en los secretos de la lengua castellana, hasta el punto de que llegó a ser candidato a la Academia de la Lengua”.
En ese tiempo don José Salgar publicaba su columna “El Hombre de la calle”, y en ella se refirió a la escrita por García Márquez y la dedicó a la memoria del linotipista; decía, literalmente, así:
RETROSPECTIVA.─  Gabriel García Márquez retrocedió treinta años y volvió a sus momentos de reportería en Bogotá, durante cordial cena de compañeros que me ofreció la redacción de El Espectador por los cincuenta años a bordo del periódico.
Esa noche se invirtieron los papeles y un Premio Nobel terminó averiguándole la vida a sus colegas de periodismo. De allí salió la estupenda columna del domingo en la que Gabo refrescó episodios ocultos en la vida del diario, como aquel tablero de las noticias, la vigilia por el hipo del Papa Pío XII o el “linotipista estrella ─de aquellos que ya no se hacen─ el cual a su vez llamaba la atención de sus compañeros por dos virtudes distinguidas: porque se parecía como un hermano gemelo al presidente de la República don Marco Fidel Suárez, y porque era tan sabio como él en los secretos de la lengua castellana.”
Buscando pistas sobre la vida y la muerte del sabio linotipista, localicé ayer a un hijo suyo que ya pasó de los cincuenta años de trabajo como corrector de pruebas, ahora trabaja en Consigna, y lleva el mismo nombre de su padre: Víctor Julio Corredor.
EL MAESTRO.─  Hace 50 años don Víctor Julio Corredor ya tenía una importante historia: había sido diputado a la Asamblea de Cundinamarca y su compañero de escaño fue don José Vicente Concha, quien después como presidente de la República lo llevó al cargo de administrador de la Imprenta Nacional. Por esa época llegaron a Bogotá los primeros linotipos y se matriculó como aprendiz de la máquina maravillosa. Entró a trabajar a El Espectador y el resto de su vida lo dedicó al linotipo, a la poesía y a la corrección en todas sus acepciones.
Recuerdo que me tomó como su alumno, me enseñó a teclear, a leer al revés en los lingotes, a descubrir errores a golpe de ojo. Tenía aspecto de maestro venerable, con chivera blanca, calva reluciente, ojos juguetones. Enrojecía al encontrarse con una falta de ortografía. No dudaba al enderezar frases mal construidas en originales de grandes escritores que llegaban a su linotipo.
Cuando murió en 1960, a los 82 años, Eduardo Zalamea Borda le hizo un elogio en “La Ciudad y el Mundo” y la Academia de la Lengua le rindió un homenaje. Sus únicos escritos publicados en vida habían sido varias críticas literarias en El Nuevo Tiempo.
Sus hijos recogieron después los versos que se dedicaba a escribir en las noches, cuando terminaba su trabajo en la imprenta, y editaron un libro. Víctor Julio, hijo, recita un soneto con esta resonante cola, que hoy hace las veces de coletilla:
                     ¡No sé reír cuando la vida es buena,
                      ni sé llorar si pruebo la amargura!”
Pues sí, ese Sabio del Linotipo, ese Guardián del Idioma, ese Linotipista Estrella, ese Maestro, era el papá de Carlos Corredor, mi Papá, o sea, era mi abuelito paterno. De ahí el orgullo que me infla el pecho, y, seguramente también de ahí, el amor por la escritura y por la aplicación, con seguridad mucho menos depurada que la de mi abuelo, de la gramática y ortografía correctas, en lo que me fijo tanto como para estar seguro de que mi abuelo tampoco habría dejado pasar a don José Salgar ese “averiguándole la  vida a sus colegas” en lugar de la correcta  “averiguándoles”. Gracias abuelito por tus genes, gracias porque jugando conmigo me enseñaste a leer y escribir de corrido a los 5 años, gracias por el cariño que me diste y el orgullo que me das, y gracias por haber compartido tus cigarrillos conmigo cuando yo tenía 13 años y tú 81 y, conversando y fumando juntos, me hiciste sentir que éramos amigos. Viejo divino, ponte un beso!