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jueves, 26 de noviembre de 2015


La Muela y el Puente
Cuento, por Gustavo Corredor Ortiz

Nunca antes había temido atravesar el puente. Lo había hecho siempre con todas las precauciones, pero nunca con miedo. Pero esa mañana, al verlo bambolear por el viento, notar el vacío de los otros dos travesaños del centro que habían desaparecido por la noche, y oír el agónico crujido de los deteriorados maderos que sostenían las maltrechas lianas, lo pensó, y se lamentó por no haber sacado el tiempo que tantas veces se había propuesto para venir a arreglarlo en un día de descanso. Tampoco había nadie más que se interesara en arreglarlo, porque hacía más de un año se habían ido los últimos vecinos que quedaban en el inhóspito risco. Tendría que atravesarlo con más cuidado y esperar para empezar a repararlo en el siguiente día de descanso.
—¿Pero cuál descanso?—. Pensaba mientras, con el costal de las herramientas amarrado a la espalda, agarrado de las lianas de arriba trataba de poner cada pie descalzo en el extremo de los travesaños resbalosos por el rocío, que era la parte soportada por las lianas de abajo. Lo pensaba porque el día libre de cada dos semanas, además del desaliento y malestar por el aguardiente de la noche del día de pago, tenía que dedicarlo al rancho. Que las goteras del techo de lonas y tejas rotas, que los tablones del piso más carcomidos y viejos que los del puente, que los fríos chiflones por entre los cartones y latas de las paredes, que la estufa, que la mesa, o  el cascajo para el barrizal de la entrada. Todo lo que Graciela no podía arreglar —pobre Graciela—. Hacía meses que no la podía llevar al pueblo a visitar a la anciana madre y a que la viera el dentista, porque para eso se necesitaban dos días libres seguidos, y para completar la desdicha de la mujer el dolor en la cara ya no se le había querido volver a quitar; le aumentaba cada día, y la inflamación crecía. Lo único que la calmaba era el emplasto de clavo de olor macerado en aguardiente, que introducía seis o siete veces al día entre el hueco negro que había consumido casi toda la muela.
Siempre, al pasar el puente, quiso calcular la altura de éste sobre el escandaloso río que bajaba con furia golpeando las rocas, pero no la había logrado determinar. Lo único que sabía era que andaba entre tres y cuatro veces el largo del puente o, también, entre seis y siete veces la altura de la casona de dos pisos de la alcaldía. Era un precipicio estrecho y profundo al que llamaban “el cañón tragón”. En ocasiones dejaba caer palos o piedras y se emocionaba al ver que parecían desaparecer antes de tocar el agua, porque la corriente era tan rápida que no permitía ninguna salpicadura; simplemente se tragaba las cosas. —Este sábado no voy a tomar aguardiente, voy a dejar esos pesos para comprar manilas de ésas de plástico que venden ahora y nunca se pudren —se dijo alarmado por el chasquido que sintió en una de las lianas de abajo, en el momento en que daba el último paso antes de pisar tierra al otro lado. Volteó a mirar pero no vio nada raro, las lianas seguían ahí.
Cuando volvía del trabajo al anochecer, cansado, sudoroso y hambriento, al poner los dos pies sobre el puente volvió a sentir el chasquido y se devolvió de un brinco. Quedó temblando de susto y pensó que, si no fuera por Graciela, habría sido mejor quedarse a dormir bajo la enramada del aserrío aunque le hubiera tocado entre los barriles de ACPM. Pero no había remedio, le tocaba llegar al rancho, o si no la mujer se podía volver loca de zozobra pensando en qué le habría podido pasar. Para pesar lo menos posible decidió dejar las herramientas entre unos arbustos, y ésa fue la primera vez en la vida que agradeció el hecho de tener el estómago vacío, porque, debido al dolor de muela, Graciela no le había podido preparar nada de comer para llevar y, él, en lugar de los coscorrones que acostumbraba darle cuando esto pasaba, la había perdonado con toda la consideración por su lamentable estado. Le dio risa nerviosa cuando pensó que si tuviera unos aguardientes entre pecho y espalda estaría pasando el puente con la tranquilidad con que caminaba por el camino real, e imaginándose que se los había tomado se armó de valor y emprendió el arriesgado cruce.
Los nueve minutos que le tomó la travesía del puente se constituyeron en el lapso más largo y azaroso hasta ese instante de su existencia. Aunque sudaba copiosamente y se sentía arder por dentro, la piel se crispaba por la gelidez del viento y las hirientes gotas de llovizna. Los dedos de las manos le dolían engarrotados por el frío y la fuerza con que se tenía que asir a las lianas. El vaivén de la estructura, los crujidos y lamentos de los maderos, el zumbido del ventarrón y el estruendo de las rabiosas aguas bajo él, todo magnificado por el eco de las escarpadas paredes del cañón, se le antojaba como el rugido de mil leones hambrientos que le esperaban para destrozarlo en el fondo del negro abismo. El sabor a sal en la lengua y la contracción de todas las vísceras en el abdomen fueron los síntomas del terror que casi le paralizaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar las náuseas, porque se imaginaba que, aunque no tenía nada que vomitar, si lo intentaba los sacudones de las arcadas podrían afectar la precaria resistencia de las deshechas lianas. Los pies descalzos resbalaban sobre la musgosa baba de los travesaños podridos y mojados, por lo que le tocó terminar la segunda mitad avanzando de rodillas, y terminar acostado sobre los travesaños tratando de clavar los dedos en el barro del barranco al que llegó tan agotado, que tuvo que quedarse un rato echado sobre el fango antes de poder volver a moverse.
Hubiera querido descansar más antes de emprender la trepada del abrupto monte que, por primera vez, tendría que afrontar a oscuras porque hasta ese momento cayó en la cuenta de que había dejado la linterna entre el costal de las herramientas, pero el helado aguacero con granizo en que arreció la fría llovizna le obligó a ponerse en marcha. Sólo el rogar al Divino Niño Jesús y a la virgencita de Chiquinquirá para que le acompañaran, le ayudó a soportar la penosa subida por el traicionero risco, hasta la planada del rancho a donde llegó aterido y extenuado soñando con que podría lavarse con agua tibia, recuperarse con una taza de agua de panela muy caliente, y meterse bajo la cobija a dormir abrigado por el calor de la mujer. Pero tanta dicha no fue posible. No más al atravesar la puerta vio que la estufa estaba apagada; no había agua tibia y menos agua de panela caliente. El primer impulso fue ir a la otra habitación y moler a golpes a la inútil, pero el angustioso lamento con que desde allí le llamó ella al oírle entrar, le produjo un escalofrío de pavor porque se le pareció a los que emitiera un compañero de trabajo antes de morir aplastado por el arrume de troncos que se le había venido encima.
Entró apurado a la habitación pero al ver a Graciela tirada en el camastro quedó tieso. La cara era una bola irreconocible. La inflamación deformaba todo el lado izquierdo desde la frente hasta el cuello. El ojo no era más que una arruga de la que supuraba una crema viscosa y amarillenta.
—Ayayay… me muero, me duele mucho, me muero —gemía Graciela mientras con desespero se cogía el oído con una mano y el cuello con la otra.
Lo primero que se le ocurrió fue hacerle un emplasto, pero cuando miró al frasco del clavo de olor lo vio vacío.
—Lléveme, lléveme a que me hagan algo… ay… me muero.
Pero, ¿cómo? Era imposible llevarla a esa hora y con ese aguacero que ya era tempestad. Trató de mirarle entre la boca a ver cómo estaba la muela, pero lo único que logró fue volver a sentir náuseas. La muela no se veía porque estaba cubierta por la masa purpúrea y sanguinolenta en que se había convertido la encía.
—Lléveme al dentista, lléveme… me muero.
Fue por la botella de aguardiente pero no quedaba más que un sorbo. Se lo hizo beber advirtiéndole que hiciera buches antes de pasárselo, y ella obedeció, pero aparte de olvidar por tres segundos el dolor al ser superado por el ardor en la encía, no sintió ningún alivio. Consideró hacerla beber alcohol de reverbero hasta que se durmiera de la borrachera, pero recordó que le habían dicho que ése era el que usaban para adulterar licor, que no se podía tomar porque dejaba ciegas o mataba a las personas que lo consumían, y era cierto; en el pueblo había un ciego y tres muertos que lo atestiguaban. Lo único que pudo hacer para que la pobre esperara a que amainara el temporal y pudieran bajar el risco, fue abrazarla con toda la fuerza y pedirle a la Virgen que le pasara el dolor a él. No supieron cuánto tiempo transcurrió entre ruegos, lamentos, gemidos y llantos, pero a ellos les pareció como un año. Al fin, cuando todavía estaba oscuro, la tormenta cedió y les dejó salir del rancho.
Previendo los riesgos de la bajada entre los filosos peñascos y la pasada del puente, decidió llevar la soga larga para amarrar a Graciela por la cintura y sostenerla en los tramos peligrosos, lo cual le costó grandes esfuerzos porque la desesperada mujer quería andar mucho más rápido de lo que el terreno permitía. Al llegar al puente quiso indicarle las precauciones que debían tener para pasarlo, pero ella no le puso atención y sin pensarlo dos veces inició la travesía casi corriendo. Él no pudo hacer más que enredarse el lazo en una mano y mirar a su alrededor buscando de qué agarrarse con la otra para poder sostenerla si caía, pero no tuvo tiempo de hacerlo porque cuando apenas ella había recorrido los primeros pasos, una de las lianas de abajo se reventó. El tirón que ocasionó el peso de Graciela al caer al vacío fue superior a sus disminuidas fuerzas, y no pudo evitar el ser arrastrado por ella al abismo. Como la mujer iba cayendo antes que él, lo último que pensó fue en mirar muy bien el agua cuando llegara para ver si se producía alguna salpicadura, pero como estaba tan oscuro no lo pudo saber.
 Gustavo Corredor Ortiz. Del libro Opus Mundus.