Respirando
Pasado…
Revolcando por ahí algunos
papeles viejos, me encontré con un testimonio de la historia familiar del cual
hace muchos años me había olvidado, y que, al verlo de nuevo, me volvió a
inflar el pecho de orgullo, como cuando lo conocí por primera vez. Se trata de
unas fotocopias de dos columnas publicadas en El Espectador a mediados de los
mil novecientos ochenta, una escrita por Gabriel García Márquez, quien no
necesita presentación, y la otra por don José Salgar, el empleado más
importante en la historia del periódico, quien empezó a trabajar allí como
mensajero a los doce años, en 1933, y se retiró setenta años después siendo el
director del prestigioso diario.
La columna de García Márquez
fue escrita precisamente en ocasión del 50° aniversario de José Salgar como
trabajador, ya subdirector de El Espectador, y se refirió a varios temas
anecdóticos sobre la vida cotidiana entre el personal del periódico. En uno de
los apartes comentó sobre un linotipista que trabajó allí muchos años, a quien
todos llamaban “El Guardián del Idioma”, y el propio García Márquez, quien con frecuencia
le consultaba sus dudas sobre la escritura y le confiaba la corrección de sus
textos, llamaba: “El Sabio del Linotipo”. Lo que García Márquez escribió sobre
este personaje fue literalmente lo siguiente:
“…un linotipista estrella ─de
aquellos que ya no se hacen─ el cual a su vez llamaba la atención de sus
compañeros por dos virtudes distinguidas: porque se parecía como un hermano
gemelo al presidente de la República don Marco Fidel Suárez, y porque era tan
sabio como él en los secretos de la lengua castellana, hasta el punto de que
llegó a ser candidato a la Academia de la Lengua”.
En ese tiempo don José Salgar
publicaba su columna “El Hombre de la calle”, y en ella se refirió a la escrita
por García Márquez y la dedicó a la memoria del linotipista; decía, literalmente,
así:
“RETROSPECTIVA.─ Gabriel
García Márquez retrocedió treinta años y volvió a sus momentos de reportería en
Bogotá, durante cordial cena de compañeros que me ofreció la redacción de El
Espectador por los cincuenta años a bordo del periódico.
Esa noche se invirtieron los
papeles y un Premio Nobel terminó averiguándole la vida a sus colegas de
periodismo. De allí salió la estupenda columna del domingo en la que Gabo refrescó
episodios ocultos en la vida del diario, como aquel tablero de las noticias, la
vigilia por el hipo del Papa Pío XII o el “linotipista estrella ─de aquellos
que ya no se hacen─ el cual a su vez llamaba la atención de sus compañeros por
dos virtudes distinguidas: porque se parecía como un hermano gemelo al
presidente de la República don Marco Fidel Suárez, y porque era tan sabio como
él en los secretos de la lengua castellana.”
Buscando pistas sobre la vida
y la muerte del sabio linotipista, localicé ayer a un hijo suyo que ya pasó de
los cincuenta años de trabajo como corrector de pruebas, ahora trabaja en
Consigna, y lleva el mismo nombre de su padre: Víctor Julio Corredor.
EL MAESTRO.─ Hace 50 años don Víctor Julio Corredor ya
tenía una importante historia: había sido diputado a la Asamblea de
Cundinamarca y su compañero de escaño fue don José Vicente Concha, quien
después como presidente de la República lo llevó al cargo de administrador de
la Imprenta Nacional. Por esa época llegaron a Bogotá los primeros linotipos y
se matriculó como aprendiz de la máquina maravillosa. Entró a trabajar a El
Espectador y el resto de su vida lo dedicó al linotipo, a la poesía y a la
corrección en todas sus acepciones.
Recuerdo que me tomó como su
alumno, me enseñó a teclear, a leer al revés en los lingotes, a descubrir
errores a golpe de ojo. Tenía aspecto de maestro venerable, con chivera blanca,
calva reluciente, ojos juguetones. Enrojecía al encontrarse con una falta de
ortografía. No dudaba al enderezar frases mal construidas en originales de
grandes escritores que llegaban a su linotipo.
Cuando murió en 1960, a los
82 años, Eduardo Zalamea Borda le hizo un elogio en “La Ciudad y el Mundo” y la
Academia de la Lengua le rindió un homenaje. Sus únicos escritos publicados en
vida habían sido varias críticas literarias en El Nuevo Tiempo.
Sus hijos recogieron después
los versos que se dedicaba a escribir en las noches, cuando terminaba su
trabajo en la imprenta, y editaron un libro. Víctor Julio, hijo, recita un
soneto con esta resonante cola, que hoy hace las veces de coletilla:
¡No sé reír cuando la vida
es buena,
ni sé llorar si pruebo la
amargura!”
Pues sí, ese Sabio del
Linotipo, ese Guardián del Idioma, ese Linotipista Estrella, ese Maestro, era
el papá de Carlos Corredor, mi Papá, o sea, era mi abuelito paterno. De ahí el
orgullo que me infla el pecho, y, seguramente también de ahí, el amor por la
escritura y por la aplicación, con seguridad mucho menos depurada que la de mi
abuelo, de la gramática y ortografía correctas, en lo que me fijo tanto como
para estar seguro de que mi abuelo tampoco habría dejado pasar a don José
Salgar ese “averiguándole la vida a sus
colegas” en lugar de la correcta
“averiguándoles”. Gracias abuelito por tus genes, gracias porque jugando
conmigo me enseñaste a leer y escribir de corrido a los 5 años, gracias por el
cariño que me diste y el orgullo que me das, y gracias por haber compartido tus
cigarrillos conmigo cuando yo tenía 13 años y tú 81 y, conversando y fumando
juntos, me hiciste sentir que éramos amigos. Viejo divino, ponte un beso!