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sábado, 12 de diciembre de 2015









Respirando Pasado…
Revolcando por ahí algunos papeles viejos, me encontré con un testimonio de la historia familiar del cual hace muchos años me había olvidado, y que, al verlo de nuevo, me volvió a inflar el pecho de orgullo, como cuando lo conocí por primera vez. Se trata de unas fotocopias de dos columnas publicadas en El Espectador a mediados de los mil novecientos ochenta, una escrita por Gabriel García Márquez, quien no necesita presentación, y la otra por don José Salgar, el empleado más importante en la historia del periódico, quien empezó a trabajar allí como mensajero a los doce años, en 1933, y se retiró setenta años después siendo el director del prestigioso diario.
La columna de García Márquez fue escrita precisamente en ocasión del 50° aniversario de José Salgar como trabajador, ya subdirector de El Espectador, y se refirió a varios temas anecdóticos sobre la vida cotidiana entre el personal del periódico. En uno de los apartes comentó sobre un linotipista que trabajó allí muchos años, a quien todos llamaban “El Guardián del Idioma”, y el propio García Márquez, quien con frecuencia le consultaba sus dudas sobre la escritura y le confiaba la corrección de sus textos, llamaba: “El Sabio del Linotipo”. Lo que García Márquez escribió sobre este personaje fue literalmente lo siguiente:
“…un linotipista estrella ─de aquellos que ya no se hacen─ el cual a su vez llamaba la atención de sus compañeros por dos virtudes distinguidas: porque se parecía como un hermano gemelo al presidente de la República don Marco Fidel Suárez, y porque era tan sabio como él en los secretos de la lengua castellana, hasta el punto de que llegó a ser candidato a la Academia de la Lengua”.
En ese tiempo don José Salgar publicaba su columna “El Hombre de la calle”, y en ella se refirió a la escrita por García Márquez y la dedicó a la memoria del linotipista; decía, literalmente, así:
RETROSPECTIVA.─  Gabriel García Márquez retrocedió treinta años y volvió a sus momentos de reportería en Bogotá, durante cordial cena de compañeros que me ofreció la redacción de El Espectador por los cincuenta años a bordo del periódico.
Esa noche se invirtieron los papeles y un Premio Nobel terminó averiguándole la vida a sus colegas de periodismo. De allí salió la estupenda columna del domingo en la que Gabo refrescó episodios ocultos en la vida del diario, como aquel tablero de las noticias, la vigilia por el hipo del Papa Pío XII o el “linotipista estrella ─de aquellos que ya no se hacen─ el cual a su vez llamaba la atención de sus compañeros por dos virtudes distinguidas: porque se parecía como un hermano gemelo al presidente de la República don Marco Fidel Suárez, y porque era tan sabio como él en los secretos de la lengua castellana.”
Buscando pistas sobre la vida y la muerte del sabio linotipista, localicé ayer a un hijo suyo que ya pasó de los cincuenta años de trabajo como corrector de pruebas, ahora trabaja en Consigna, y lleva el mismo nombre de su padre: Víctor Julio Corredor.
EL MAESTRO.─  Hace 50 años don Víctor Julio Corredor ya tenía una importante historia: había sido diputado a la Asamblea de Cundinamarca y su compañero de escaño fue don José Vicente Concha, quien después como presidente de la República lo llevó al cargo de administrador de la Imprenta Nacional. Por esa época llegaron a Bogotá los primeros linotipos y se matriculó como aprendiz de la máquina maravillosa. Entró a trabajar a El Espectador y el resto de su vida lo dedicó al linotipo, a la poesía y a la corrección en todas sus acepciones.
Recuerdo que me tomó como su alumno, me enseñó a teclear, a leer al revés en los lingotes, a descubrir errores a golpe de ojo. Tenía aspecto de maestro venerable, con chivera blanca, calva reluciente, ojos juguetones. Enrojecía al encontrarse con una falta de ortografía. No dudaba al enderezar frases mal construidas en originales de grandes escritores que llegaban a su linotipo.
Cuando murió en 1960, a los 82 años, Eduardo Zalamea Borda le hizo un elogio en “La Ciudad y el Mundo” y la Academia de la Lengua le rindió un homenaje. Sus únicos escritos publicados en vida habían sido varias críticas literarias en El Nuevo Tiempo.
Sus hijos recogieron después los versos que se dedicaba a escribir en las noches, cuando terminaba su trabajo en la imprenta, y editaron un libro. Víctor Julio, hijo, recita un soneto con esta resonante cola, que hoy hace las veces de coletilla:
                     ¡No sé reír cuando la vida es buena,
                      ni sé llorar si pruebo la amargura!”
Pues sí, ese Sabio del Linotipo, ese Guardián del Idioma, ese Linotipista Estrella, ese Maestro, era el papá de Carlos Corredor, mi Papá, o sea, era mi abuelito paterno. De ahí el orgullo que me infla el pecho, y, seguramente también de ahí, el amor por la escritura y por la aplicación, con seguridad mucho menos depurada que la de mi abuelo, de la gramática y ortografía correctas, en lo que me fijo tanto como para estar seguro de que mi abuelo tampoco habría dejado pasar a don José Salgar ese “averiguándole la  vida a sus colegas” en lugar de la correcta  “averiguándoles”. Gracias abuelito por tus genes, gracias porque jugando conmigo me enseñaste a leer y escribir de corrido a los 5 años, gracias por el cariño que me diste y el orgullo que me das, y gracias por haber compartido tus cigarrillos conmigo cuando yo tenía 13 años y tú 81 y, conversando y fumando juntos, me hiciste sentir que éramos amigos. Viejo divino, ponte un beso! 

jueves, 26 de noviembre de 2015


La Muela y el Puente
Cuento, por Gustavo Corredor Ortiz

Nunca antes había temido atravesar el puente. Lo había hecho siempre con todas las precauciones, pero nunca con miedo. Pero esa mañana, al verlo bambolear por el viento, notar el vacío de los otros dos travesaños del centro que habían desaparecido por la noche, y oír el agónico crujido de los deteriorados maderos que sostenían las maltrechas lianas, lo pensó, y se lamentó por no haber sacado el tiempo que tantas veces se había propuesto para venir a arreglarlo en un día de descanso. Tampoco había nadie más que se interesara en arreglarlo, porque hacía más de un año se habían ido los últimos vecinos que quedaban en el inhóspito risco. Tendría que atravesarlo con más cuidado y esperar para empezar a repararlo en el siguiente día de descanso.
—¿Pero cuál descanso?—. Pensaba mientras, con el costal de las herramientas amarrado a la espalda, agarrado de las lianas de arriba trataba de poner cada pie descalzo en el extremo de los travesaños resbalosos por el rocío, que era la parte soportada por las lianas de abajo. Lo pensaba porque el día libre de cada dos semanas, además del desaliento y malestar por el aguardiente de la noche del día de pago, tenía que dedicarlo al rancho. Que las goteras del techo de lonas y tejas rotas, que los tablones del piso más carcomidos y viejos que los del puente, que los fríos chiflones por entre los cartones y latas de las paredes, que la estufa, que la mesa, o  el cascajo para el barrizal de la entrada. Todo lo que Graciela no podía arreglar —pobre Graciela—. Hacía meses que no la podía llevar al pueblo a visitar a la anciana madre y a que la viera el dentista, porque para eso se necesitaban dos días libres seguidos, y para completar la desdicha de la mujer el dolor en la cara ya no se le había querido volver a quitar; le aumentaba cada día, y la inflamación crecía. Lo único que la calmaba era el emplasto de clavo de olor macerado en aguardiente, que introducía seis o siete veces al día entre el hueco negro que había consumido casi toda la muela.
Siempre, al pasar el puente, quiso calcular la altura de éste sobre el escandaloso río que bajaba con furia golpeando las rocas, pero no la había logrado determinar. Lo único que sabía era que andaba entre tres y cuatro veces el largo del puente o, también, entre seis y siete veces la altura de la casona de dos pisos de la alcaldía. Era un precipicio estrecho y profundo al que llamaban “el cañón tragón”. En ocasiones dejaba caer palos o piedras y se emocionaba al ver que parecían desaparecer antes de tocar el agua, porque la corriente era tan rápida que no permitía ninguna salpicadura; simplemente se tragaba las cosas. —Este sábado no voy a tomar aguardiente, voy a dejar esos pesos para comprar manilas de ésas de plástico que venden ahora y nunca se pudren —se dijo alarmado por el chasquido que sintió en una de las lianas de abajo, en el momento en que daba el último paso antes de pisar tierra al otro lado. Volteó a mirar pero no vio nada raro, las lianas seguían ahí.
Cuando volvía del trabajo al anochecer, cansado, sudoroso y hambriento, al poner los dos pies sobre el puente volvió a sentir el chasquido y se devolvió de un brinco. Quedó temblando de susto y pensó que, si no fuera por Graciela, habría sido mejor quedarse a dormir bajo la enramada del aserrío aunque le hubiera tocado entre los barriles de ACPM. Pero no había remedio, le tocaba llegar al rancho, o si no la mujer se podía volver loca de zozobra pensando en qué le habría podido pasar. Para pesar lo menos posible decidió dejar las herramientas entre unos arbustos, y ésa fue la primera vez en la vida que agradeció el hecho de tener el estómago vacío, porque, debido al dolor de muela, Graciela no le había podido preparar nada de comer para llevar y, él, en lugar de los coscorrones que acostumbraba darle cuando esto pasaba, la había perdonado con toda la consideración por su lamentable estado. Le dio risa nerviosa cuando pensó que si tuviera unos aguardientes entre pecho y espalda estaría pasando el puente con la tranquilidad con que caminaba por el camino real, e imaginándose que se los había tomado se armó de valor y emprendió el arriesgado cruce.
Los nueve minutos que le tomó la travesía del puente se constituyeron en el lapso más largo y azaroso hasta ese instante de su existencia. Aunque sudaba copiosamente y se sentía arder por dentro, la piel se crispaba por la gelidez del viento y las hirientes gotas de llovizna. Los dedos de las manos le dolían engarrotados por el frío y la fuerza con que se tenía que asir a las lianas. El vaivén de la estructura, los crujidos y lamentos de los maderos, el zumbido del ventarrón y el estruendo de las rabiosas aguas bajo él, todo magnificado por el eco de las escarpadas paredes del cañón, se le antojaba como el rugido de mil leones hambrientos que le esperaban para destrozarlo en el fondo del negro abismo. El sabor a sal en la lengua y la contracción de todas las vísceras en el abdomen fueron los síntomas del terror que casi le paralizaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar las náuseas, porque se imaginaba que, aunque no tenía nada que vomitar, si lo intentaba los sacudones de las arcadas podrían afectar la precaria resistencia de las deshechas lianas. Los pies descalzos resbalaban sobre la musgosa baba de los travesaños podridos y mojados, por lo que le tocó terminar la segunda mitad avanzando de rodillas, y terminar acostado sobre los travesaños tratando de clavar los dedos en el barro del barranco al que llegó tan agotado, que tuvo que quedarse un rato echado sobre el fango antes de poder volver a moverse.
Hubiera querido descansar más antes de emprender la trepada del abrupto monte que, por primera vez, tendría que afrontar a oscuras porque hasta ese momento cayó en la cuenta de que había dejado la linterna entre el costal de las herramientas, pero el helado aguacero con granizo en que arreció la fría llovizna le obligó a ponerse en marcha. Sólo el rogar al Divino Niño Jesús y a la virgencita de Chiquinquirá para que le acompañaran, le ayudó a soportar la penosa subida por el traicionero risco, hasta la planada del rancho a donde llegó aterido y extenuado soñando con que podría lavarse con agua tibia, recuperarse con una taza de agua de panela muy caliente, y meterse bajo la cobija a dormir abrigado por el calor de la mujer. Pero tanta dicha no fue posible. No más al atravesar la puerta vio que la estufa estaba apagada; no había agua tibia y menos agua de panela caliente. El primer impulso fue ir a la otra habitación y moler a golpes a la inútil, pero el angustioso lamento con que desde allí le llamó ella al oírle entrar, le produjo un escalofrío de pavor porque se le pareció a los que emitiera un compañero de trabajo antes de morir aplastado por el arrume de troncos que se le había venido encima.
Entró apurado a la habitación pero al ver a Graciela tirada en el camastro quedó tieso. La cara era una bola irreconocible. La inflamación deformaba todo el lado izquierdo desde la frente hasta el cuello. El ojo no era más que una arruga de la que supuraba una crema viscosa y amarillenta.
—Ayayay… me muero, me duele mucho, me muero —gemía Graciela mientras con desespero se cogía el oído con una mano y el cuello con la otra.
Lo primero que se le ocurrió fue hacerle un emplasto, pero cuando miró al frasco del clavo de olor lo vio vacío.
—Lléveme, lléveme a que me hagan algo… ay… me muero.
Pero, ¿cómo? Era imposible llevarla a esa hora y con ese aguacero que ya era tempestad. Trató de mirarle entre la boca a ver cómo estaba la muela, pero lo único que logró fue volver a sentir náuseas. La muela no se veía porque estaba cubierta por la masa purpúrea y sanguinolenta en que se había convertido la encía.
—Lléveme al dentista, lléveme… me muero.
Fue por la botella de aguardiente pero no quedaba más que un sorbo. Se lo hizo beber advirtiéndole que hiciera buches antes de pasárselo, y ella obedeció, pero aparte de olvidar por tres segundos el dolor al ser superado por el ardor en la encía, no sintió ningún alivio. Consideró hacerla beber alcohol de reverbero hasta que se durmiera de la borrachera, pero recordó que le habían dicho que ése era el que usaban para adulterar licor, que no se podía tomar porque dejaba ciegas o mataba a las personas que lo consumían, y era cierto; en el pueblo había un ciego y tres muertos que lo atestiguaban. Lo único que pudo hacer para que la pobre esperara a que amainara el temporal y pudieran bajar el risco, fue abrazarla con toda la fuerza y pedirle a la Virgen que le pasara el dolor a él. No supieron cuánto tiempo transcurrió entre ruegos, lamentos, gemidos y llantos, pero a ellos les pareció como un año. Al fin, cuando todavía estaba oscuro, la tormenta cedió y les dejó salir del rancho.
Previendo los riesgos de la bajada entre los filosos peñascos y la pasada del puente, decidió llevar la soga larga para amarrar a Graciela por la cintura y sostenerla en los tramos peligrosos, lo cual le costó grandes esfuerzos porque la desesperada mujer quería andar mucho más rápido de lo que el terreno permitía. Al llegar al puente quiso indicarle las precauciones que debían tener para pasarlo, pero ella no le puso atención y sin pensarlo dos veces inició la travesía casi corriendo. Él no pudo hacer más que enredarse el lazo en una mano y mirar a su alrededor buscando de qué agarrarse con la otra para poder sostenerla si caía, pero no tuvo tiempo de hacerlo porque cuando apenas ella había recorrido los primeros pasos, una de las lianas de abajo se reventó. El tirón que ocasionó el peso de Graciela al caer al vacío fue superior a sus disminuidas fuerzas, y no pudo evitar el ser arrastrado por ella al abismo. Como la mujer iba cayendo antes que él, lo último que pensó fue en mirar muy bien el agua cuando llegara para ver si se producía alguna salpicadura, pero como estaba tan oscuro no lo pudo saber.
 Gustavo Corredor Ortiz. Del libro Opus Mundus.

lunes, 23 de noviembre de 2015


Usted Beneficia, o daña a su sociedad?
                             Test íntimo. Pregunta N° 1

La siguiente pregunta hace parte de un “Test Íntimo”, es decir, una serie de preguntas que no tiene que contestarle a nadie más que a usted, allá, en su mente, donde puede tener completa sinceridad, y que nos va a ayudar a situarnos en la realidad de nuestro carácter como miembros de una sociedad. Vamos a ir publicando las peguntas una a una, para dar tiempo a reflexionar, también íntimamente, sobre los resultados de cada respuesta.
Pregunta 1: ¿Ha imaginado alguna vez, con ganas de que suceda, como una especie de solución, que algún evento natural, como un terremoto, o una inundación, o algo como la explosión de una bomba muy poderosa, acaba, en el caso de Bogotá, con todos los habitantes de ciudad Bolívar, Bosa, Soacha y todos esos barrios donde viven los “pobres”, o cuando ve en los noticieros las tragedias como inundaciones o derrumbes que afectan a gentes humildes en los campos o regiones, piensa que se lo merecen porque eso es lo que se han buscado por no producir para vivir en un sitio mejor?
(La misma pregunta para las otras ciudades, respecto a las zonas de estratos bajos)
Si su respuesta íntima y sincera es NO, dependiendo del resultado de las demás preguntas del test, es posible que usted resulte ser una persona normal apta para vivir en sociedad.
Si su respuesta íntima y sincera es SÍ, usted es una de esas personas egoístas y arrogantes, que cree que sus intereses valen más que la vida de los demás, que está de acuerdo en que siga la guerra para que otros seres humanos que usted no conoce y son humildes mueran matando a los que le incomodan a usted, y, en fin, usted es una de las personas culpables de que Colombia sea uno de los países más desiguales del mundo, y prefiere vivir en el subdesarrollo para saber que seguirá habiendo mucha gente “inferior” a usted, en lugar de apoyar la superación de la pobreza y las diferencias para que vivamos en un país más justo y desarrollado.
No soy amigo de pedir “likes” para mis publicaciones, pero en este caso, dependiendo de la cantidad de “me gusta” y de comentarios o compartidos, sabremos si vale la pena seguir publicando las demás preguntas del test.

viernes, 20 de noviembre de 2015


Lo salvaje de ser civilizado, o las fronteras mentales en un mundo globalizado.



Es natural la defensa frente a un ataque y comprensible la retaliación. Pero como ciudadano, prefiero pensar individualmente para no terminar, pasivamente, siendo parte de un extremo en el que no quiero estar. Mientras tanto, que la inteligencia, o la brutalidad de los estados que se atacan y defienden, se encarguen de eso, de atacarse y defenderse.
Que ISIS sea un grupo terrorista conformado por salvajes asesinos psicópatas que pretenden instaurar un modo de vida político y religioso equivalente a un retorno a la edad media o que la expansión de sus acciones en occidente, como parte de su objetivo primordial de reconstrucción del Califato, sean comparados con el comportamiento de una metástasis; son los highlights del reduccionismo al que, para un gran número de periodistas, bloggers y usuarios de las redes que tratan de ser contundentes en llamar al crimen por su nombre y no dejar ningún resquicio por el que se pueda filtrar una posible justificación de ese accionar criminal, se termina sometiendo cualquiera de sus notas y conceptos sobre este grupo.
Claramente no pretendo justificar ningún acto de crimen y terror, actos que sin duda condeno, cuestionando este tipo de posiciones tajantes. Solo intento dimensionar, de alguna manera, a qué se enfrenta el mundo que ha sido declarado objetivo de los ataques de ISIS y frente a esta búsqueda percibo una irresponsabilidad mediática ligada a los acontecimientos que los ataques en París han desatado. Por frenético que sea el momento histórico que vivimos, lo que decimos no debe ser inmediatista ni subestimar, por juzgar desde el dolor y el odio antes de indagar, el fenómeno en que este grupo se ha convertido al reducirlo todo al resultado de una violencia irracional. Porque en la propagación de su pensamiento fuera de sus fronteras, alguna lógica, por brutal que nos pueda parecer, está afectando cada vez a más personas de occidente. Para este análisis, por demás urgente, debemos ver los actos de este grupo desde sus fundamentos radicales y no solo desde la soberbia y superioridad propia de los que habitamos el "mundo civilizado". Como no conozco a ningún miembro de ISIS en persona y casi todo de ellos resulta para mí un misterio me esfuerzo, como las personas que sí conozco y luchan contra la metástasis de un cáncer o la psicopatía con las que se les compara, en entender a fondo la enfermedad para enfrentarla y evitar, en la desidia que puede producir el reduccionismo, perder una batalla contra el tiempo, la locura o la inevitable muerte.
Si no se nada del otro tengo en cuenta, antes de definirlo, que no necesariamente occidente, el primer mundo o lo que aparentemente conozco, representan lo que supone la modernidad desde la que se le llama salvaje a todo lo diferente. Porque, por poner un par de ejemplos, veo como los modelos educativos de occidente poco han variado desde su concepción en la Ilustración o como las monarquías de Europa que, aunque pierdan progresivamente el poder que alguna vez tuvieron, son estructuras estáticas cada vez más alejadas de una juventud que domina el uso de las herramientas modernas, las mismas herramientas con las que la visión del Estado Islámico se propaga muy fácilmente y a las que sí son susceptibles estos jóvenes que se sienten invitados a participar en un sistema que, a diferencia de las democracias en las que habitan, los invita a participar activamente en algo. Los países civilizados llaman a sus poblaciones, como un todo, a apoyar sus iniciativas militares como espectadores desde los medios masivos, mientras en sus laptops y teléfonos móviles, los jóvenes individuos marginados de esas mismas sociedades desarrolladas, modelos educativos anacrónicos y formas de gobierno estáticas; son invitados y, en muchos casos, radicalizados como militantes activos de los salvajes, seducidos por una conversación en primera persona que por fin les da valor y pertenencia al dejarlos ser emisores, no solo receptores.
La industrialización que llena de opciones la aparente libertad de la demanda frente a las góndolas de los supermercados, la capacidad militar que desfila en fechas importantes desplegándose vistosamente, como las plumas de las aves del paraíso, para asustar a los bárbaros del subdesarrollo o la infraestructura que mueve y conecta países; son elementos de la modernidad que se vive o a la que se aspira. Pero me pregunto, ¿es esta modernidad moderna?, esta noción debe partir, también, de la capacidad de replantear la forma en que operan todos esos elementos que la sustentan. La modernidad de los "países civilizados" no está en duda, para mí, solo por los anacrónicos motivos que mencioné anteriormente, sino porque se basa en la utilización de unos recursos naturales no renovables que no les pertenecen y que, en su gran mayoría, deben ser obtenidos sin importar las personas, los derechos y las formas de vida de sus verdaderos dueños. Porque es una modernidad no sostenible, basada en una revolución que ya fue y que, dos siglos después, está acabando con el planeta.
Si hay una oportunidad para repensarnos como humanidad, seguro es esta. Sueño con que no la desaprovechemos y, en vez de vivir este modernismo con regusto a medioevo, tengamos un nuevo y definitivo renacimiento en el que el florecimiento económico de cada país no dependa de las guerras que libra en otros, sino de su capacidad de darle la vuelta a la forma de producir su energía, del talento creador, de la capacidad de trabajo de su gente y en el que las fronteras, más que barreras físicas desde las que se establece la discriminación, sean la delimitación de identidades que nos recuerdan el respeto a la diferencia en la diversidad. Un mundo en el que la verdadera cooperación de los más fuertes sea la finalización de las prácticas que hipócritamente esconden tras las migajas de las donaciones humanitarias para los más débiles.
Que bien se siente hablar del mundo globalizado y qué difícil es entender que los problemas actuales, de otros lugares del globo, también son míos.

Comentarios

Gustavo Corredor Ortiz Excelente nota, es una sensata explicación que tiene el gran mérito de abordar un problema global sin caer en el facilismo de las teorías religiosas y la responsabilidad de los fanatismos, es decir, que está de acuerdo con el postulado "Amar al mundo sobre todas las ideas", y por eso le solicito a Tomás Corredor su autorización para publicarla en el blog "Opus Mundus"


Tomás Corredor Dale Gustavo, todo un honor mi viejo amado.


miércoles, 18 de noviembre de 2015




Carta sin título

Los hechos sucedieron a mediados de los mil novecientos ochentas. Yo los conocí al principio de los noventas por medio de una de las personas más cercanas al niño; una de las tres o cuatro cuyas vidas quedaron marcadas y, a raíz de aquello, nunca podrían volver a valorar al mundo como otra cosa que un montón de basura. El conocimiento de este asunto fue el primer motivo para que me interesara en escribir, porque se quedó en mi mente como suciedad en el riel de una puerta corrediza; cada vez que intentaba abrirla sentía la obstrucción. De alguna manera quería contarlo todo, pero no encontraba la forma. La primera intención, impulsado por la rabia y el asco, fue desarrollar una crónica completa con nombres propios, fechas, lugares y todas las condiciones de una denuncia, pero, por fortuna, antes de terminarla, la misma persona que me refirió los hechos me hizo desistir haciéndome caer en la cuenta de que, primero, la denuncia pasaría inadvertida y sería ocultada y tergiversada como lo fue la presentada ante las autoridades, ya que los responsables pertenecen a una organización cuyo estatus y poder les confiere carácter de intocables, y, segundo, porque revivir el caso significaba volver a abrir las heridas de las personas inocentes que se vieron afectadas, y convertirlas de nuevo en carne de morbo y escándalo.
La segunda intención fue una novela basada como tantas en un hecho real. Fueron casi quince años pensando la forma como debía resolver la inquietud, durante los cuales escribí tres novelas y algunos relatos sobre otros temas. Empecé a desarrollar la historia unas seis o siete veces, pero no más en las primeras páginas ya me parecía que cualquier enfoque con apariencia de ficción constituía una falta de respeto hacia la penosa verdad. Por último reconocí que nunca lograría ser tan gráfico como lo fue el niño, y es por eso que preferí simplemente intentar transcribir su pensamiento, porque ninguna interpretación o adaptación ajena conseguiría más que llenar ese dolor de adornos que atenuarían la crudeza de la realidad.
La carta que van a leer no es la original, ya que ésta fue destruida en medio del sufrimiento e indignación de las primeras semanas. Es una reconstrucción realizada a conciencia en compañía de los dos únicos seres queridos que conocieron la real, y la leyeron tantas veces que la aprendieron casi literalmente y, según ellos, aunque puede haber pequeñas diferencias en la redacción, ortografía y gramática, quedó completamente fiel a los sentimientos, momentos y motivaciones que él niño expresó en la suya. Sólo se han cambiado nombres y omitido detalles que podrían revelar características del hecho específico. No hay más que agregar, ustedes sacarán sus propias conclusiones. La carta decía así:

 “Mamá, papá, les pido su perdón. Discúlpenme si esta carta tiene errores, o si es muy enredada y les cuesta trabajo entenderla, pero es que me siento destrozado y no sé si voy a poder escribirles mis ideas en orden. Yo sé que los estoy haciendo sufrir mucho más de lo que han sufrido con cualquier otra cosa en su vida. Sé que ustedes pensarán que tienen la culpa de esto, pero quiero decirles que no es así. Ustedes no tienen la culpa. Ustedes lo único que hicieron durante toda mi vida fue darme mucho amor, y hacer todo lo que tuvieron al alcance de su mano para darme bienestar, para formarme como una persona de bien, y para ofrecerme el mejor porvenir. Gracias, de verdad, gracias por ser todo lo que fueron para mí, y cuando les explique las razones que tuve para hacer esto, espero que me entiendan y se convenzan de que fue lo mejor para mí, para ustedes, y para él.
Lo que pasa es que no le veo ningún futuro a mi vida. Ahora, cuando estoy cumpliendo catorce años, miro hacia afuera de mi colegio y no veo que haya nada bueno para mí. No me imagino lo que podrá ser mi vida a los veinte años, o a los treinta, y mucho menos que llegue a ser un viejo. No vale la pena. Creo que ya viví todo lo que querría vivir, y que por todo lo que está pasando no lo voy a poder volver a vivir.
Sé que ustedes se van a echar la culpa, y todos los demás le van a echar la culpa a mi Miguel, y quiero dejar muy claro que no es así. Él no tuvo la culpa. La culpa fue toda mía, por haberlo metido en este problema, en este escándalo que lo está perjudicando tanto. Desde hace tres años, cuando empecé a asistir a su oficina a las charlas de sicología, sentí que estaba donde debía estar. Sus consejos sabios, sus caricias y todo el cariño que me daba, me hacían sentir que en todo el mundo no podría haber nada mejor. Cuando me enseñó a acariciarlo, a amarlo, a darle placer, sentí que mi vida tenía como objetivo amar a ese hombre y hacerlo sentir todo ese amor. Ese médico infeliz, ese desgraciado al que me obligaron a ir a que me examinara es un mentiroso, es un ignorante que no sabe diferenciar las heridas de violencia de las señales del amor. Aún cuando mi amor me maltrataba y me hacía llorar de dolor con sus caricias deliciosas, en cada una de mis lágrimas le entregaba mi ser y me sentía como un ángel disfrutando del favor de Dios. Cuando me compartía con otros no sentía ningún dolor con las maravillas que me regalaban, cada gota de sangre que salió de mi cuerpo fue un tributo que le hice con gusto, con orgullo, como el más sublime sacrificio con el que se puede demostrar el amor.
Lo amo y no soporto que por mi culpa vaya a tener problemas, que lo vayan a sacar del sacerdocio que quiere tanto, que es la razón de su vida, o que lo vayan a castigar, y menos, lo que más me duele y es lo que está acabando con mi vida, es que por mi culpa lo van a trasladar. Lo van a mandar a otro colegio en otra ciudad. Va a conocer a otros alumnos y con seguridad se va a enamorar de otro. No soy capaz de vivir sabiendo que otro pueda estar sintiendo lo que yo sentí y lo esté besando, acariciando, y haciendo con él todas las cosas que hicimos juntos. Eso no me dejaría vivir. Me voy a quedar sin él, solo, desesperado, y señalado por todo el mundo, rechazado, y tachado como un homosexual despreciable. Yo no soy homosexual, a mí no me gustan los hombres, a mí no me gusta sino él, y no lo veo como a un hombre, sino como a un espíritu puro que merece tener todas las cosas buenas que la vida le pueda dar. No me molesta el odio que alguien me pueda tener por lo que hice, no me importaría que el mundo entero me odiara, pero lo que no voy a poder soportar es saber que ustedes y otras personas que me han querido sientan lástima por mí. Eso no soy capaz de soportarlo. Que me lleven a donde otros sicólogos o siquiatras no lo voy a aguantar, porque ninguno me podrá guiar como él ni hacerme sentir tan bien como él. Todo lo que pasó fue porque lo acepté, fue porque quise, él no me obligó a nada. Cuando me empezó a mostrar el camino del amor lo seguí porque quise, me entregué a él con pasión y orgullo, y él lo único que hizo fue responder a mi amor. Porque la moral que él me enseñó me obliga, y porque me salió del alma, ya le mandé otra carta en la que lo libero de toda culpa y le reafirmo mi amor, y confieso que fui yo el que lo conquistó a él, para que se la muestre a los que lo están molestando y juzgando, y sepan que la culpa fue toda mía. Me voy de este mundo, con la tristeza y la desesperación de saber que fui el causante de todas las cosas penosas que le están pasando a mi adorado Miguel, al dueño de mi cuerpo y mi alma. Él no se merece esas cosas.
No sé qué más decir. Tal vez sólo que cuando vean mi cuerpo estrellado en esa acera no sufran por su aspecto porque, por mal que me vea en ese momento, quiero que sepan que me fui feliz. Feliz de este sacrificio por amor, con el que les voy a quitar problemas de encima a mi amado y a ustedes. Yo sé que Dios ya me perdonó, porque mi Miguel me enseñó a pedirle perdón, y Él nos lo dio con su infinita bondad, porque sabe que lo que sentimos los dos fue un amor puro que no le hacía daño a nadie, y que le entregamos a Él para que nos lo purificara aún más. Dios fue testigo de nuestro amor, y lo aceptó porque era el del mejor de sus hijos y representantes, por el de su más fiel devoto. Mis lágrimas del dolor físico y mi sangre que le regalaba a mi Miguel, también eran para Dios, para que con esos sagrados sufrimientos se glorificara en nuestro amor. Sé que voy a estar al lado del Señor, quien me va a cuidar en su paz hasta que llegue allá mi Miguel y pueda volver a estar con él. Cuando ustedes lleguen me van a ver feliz, y vamos a poder estar juntos allá, en el cielo, donde de verdad saben lo que es el amor y lo entienden, no como aquí donde las envidias y la ignorancia hacen que la gente odie el amor que puede estar haciendo dichosos a otros.
No tengo más que decir. Mi mamá linda, la mejor mamá del mundo que me dio tanto amor. Mi papá bello, el mejor papá del mundo que me dio tanto orgullo. Los adoro, los quiero, ustedes y mi Miguel son lo más grande de la tierra. Les dejo un abrazo y un beso que les dure para todo el resto de sus vidas, y los espero para que nos volvamos a reunir en la paz del Señor. Los amo, cuídense.

Su feliz hijo, su Ricky”.