La Muela
y el Puente
Cuento, por Gustavo
Corredor Ortiz
Nunca antes había temido
atravesar el puente. Lo había hecho siempre con todas las precauciones, pero
nunca con miedo. Pero esa mañana, al verlo bambolear por el viento, notar el
vacío de los otros dos travesaños del centro que habían desaparecido por la
noche, y oír el agónico crujido de los deteriorados maderos que sostenían las
maltrechas lianas, lo pensó, y se lamentó por no haber sacado el tiempo que
tantas veces se había propuesto para venir a arreglarlo en un día de descanso.
Tampoco había nadie más que se interesara en arreglarlo, porque hacía más de un
año se habían ido los últimos vecinos que quedaban en el inhóspito risco.
Tendría que atravesarlo con más cuidado y esperar para empezar a repararlo en
el siguiente día de descanso.
—¿Pero cuál descanso?—.
Pensaba mientras, con el costal de las herramientas amarrado a la espalda,
agarrado de las lianas de arriba trataba de poner cada pie descalzo en el
extremo de los travesaños resbalosos por el rocío, que era la parte soportada
por las lianas de abajo. Lo pensaba porque el día libre de cada dos semanas,
además del desaliento y malestar por el aguardiente de la noche del día de
pago, tenía que dedicarlo al rancho. Que las goteras del techo de lonas y tejas
rotas, que los tablones del piso más carcomidos y viejos que los del puente,
que los fríos chiflones por entre los cartones y latas de las paredes, que la
estufa, que la mesa, o el cascajo para el barrizal de la entrada. Todo lo
que Graciela no podía arreglar —pobre Graciela—. Hacía meses que no la podía
llevar al pueblo a visitar a la anciana madre y a que la viera el dentista,
porque para eso se necesitaban dos días libres seguidos, y para completar la
desdicha de la mujer el dolor en la cara ya no se le había querido volver a
quitar; le aumentaba cada día, y la inflamación crecía. Lo único que la calmaba
era el emplasto de clavo de olor macerado en aguardiente, que introducía seis o
siete veces al día entre el hueco negro que había consumido casi toda la muela.
Siempre, al pasar el
puente, quiso calcular la altura de éste sobre el escandaloso río que bajaba
con furia golpeando las rocas, pero no la había logrado determinar. Lo único
que sabía era que andaba entre tres y cuatro veces el largo del puente o, también,
entre seis y siete veces la altura de la casona de dos pisos de la alcaldía.
Era un precipicio estrecho y profundo al que llamaban “el cañón tragón”. En
ocasiones dejaba caer palos o piedras y se emocionaba al ver que parecían
desaparecer antes de tocar el agua, porque la corriente era tan rápida que no
permitía ninguna salpicadura; simplemente se tragaba las cosas. —Este sábado no
voy a tomar aguardiente, voy a dejar esos pesos para comprar manilas de ésas de
plástico que venden ahora y nunca se pudren —se dijo alarmado por el chasquido
que sintió en una de las lianas de abajo, en el momento en que daba el último
paso antes de pisar tierra al otro lado. Volteó a mirar pero no vio nada raro,
las lianas seguían ahí.
Cuando volvía del trabajo
al anochecer, cansado, sudoroso y hambriento, al poner los dos pies sobre el
puente volvió a sentir el chasquido y se devolvió de un brinco. Quedó temblando
de susto y pensó que, si no fuera por Graciela, habría sido mejor quedarse a
dormir bajo la enramada del aserrío aunque le hubiera tocado entre los barriles
de ACPM. Pero no había remedio, le tocaba llegar al rancho, o si no la mujer se
podía volver loca de zozobra pensando en qué le habría podido pasar. Para pesar
lo menos posible decidió dejar las herramientas entre unos arbustos, y ésa fue
la primera vez en la vida que agradeció el hecho de tener el estómago vacío,
porque, debido al dolor de muela, Graciela no le había podido preparar nada de
comer para llevar y, él, en lugar de los coscorrones que acostumbraba darle
cuando esto pasaba, la había perdonado con toda la consideración por su
lamentable estado. Le dio risa nerviosa cuando pensó que si tuviera unos
aguardientes entre pecho y espalda estaría pasando el puente con la
tranquilidad con que caminaba por el camino real, e imaginándose que se los
había tomado se armó de valor y emprendió el arriesgado cruce.
Los nueve minutos que le
tomó la travesía del puente se constituyeron en el lapso más largo y azaroso
hasta ese instante de su existencia. Aunque sudaba copiosamente y se sentía
arder por dentro, la piel se crispaba por la gelidez del viento y las hirientes
gotas de llovizna. Los dedos de las manos le dolían engarrotados por el frío y
la fuerza con que se tenía que asir a las lianas. El vaivén de la estructura,
los crujidos y lamentos de los maderos, el zumbido del ventarrón y el estruendo
de las rabiosas aguas bajo él, todo magnificado por el eco de las escarpadas
paredes del cañón, se le antojaba como el rugido de mil leones hambrientos que
le esperaban para destrozarlo en el fondo del negro abismo. El sabor a sal en
la lengua y la contracción de todas las vísceras en el abdomen fueron los
síntomas del terror que casi le paralizaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo
para controlar las náuseas, porque se imaginaba que, aunque no tenía nada que
vomitar, si lo intentaba los sacudones de las arcadas podrían afectar la
precaria resistencia de las deshechas lianas. Los pies descalzos resbalaban
sobre la musgosa baba de los travesaños podridos y mojados, por lo que le tocó
terminar la segunda mitad avanzando de rodillas, y terminar acostado sobre los
travesaños tratando de clavar los dedos en el barro del barranco al que llegó
tan agotado, que tuvo que quedarse un rato echado sobre el fango antes de poder
volver a moverse.
Hubiera querido descansar
más antes de emprender la trepada del abrupto monte que, por primera vez,
tendría que afrontar a oscuras porque hasta ese momento cayó en la cuenta de
que había dejado la linterna entre el costal de las herramientas, pero el helado
aguacero con granizo en que arreció la fría llovizna le obligó a ponerse en
marcha. Sólo el rogar al Divino Niño Jesús y a la virgencita de Chiquinquirá
para que le acompañaran, le ayudó a soportar la penosa subida por el
traicionero risco, hasta la planada del rancho a donde llegó aterido y
extenuado soñando con que podría lavarse con agua tibia, recuperarse con una
taza de agua de panela muy caliente, y meterse bajo la cobija a dormir abrigado
por el calor de la mujer. Pero tanta dicha no fue posible. No más al atravesar
la puerta vio que la estufa estaba apagada; no había agua tibia y menos agua de
panela caliente. El primer impulso fue ir a la otra habitación y moler a golpes
a la inútil, pero el angustioso lamento con que desde allí le llamó ella al
oírle entrar, le produjo un escalofrío de pavor porque se le pareció a los que
emitiera un compañero de trabajo antes de morir aplastado por el arrume de
troncos que se le había venido encima.
Entró apurado a la
habitación pero al ver a Graciela tirada en el camastro quedó tieso. La cara
era una bola irreconocible. La inflamación deformaba todo el lado izquierdo
desde la frente hasta el cuello. El ojo no era más que una arruga de la que
supuraba una crema viscosa y amarillenta.
—Ayayay… me muero, me duele
mucho, me muero —gemía Graciela mientras con desespero se cogía el oído con una
mano y el cuello con la otra.
Lo primero que se le
ocurrió fue hacerle un emplasto, pero cuando miró al frasco del clavo de olor
lo vio vacío.
—Lléveme, lléveme a que me
hagan algo… ay… me muero.
Pero, ¿cómo? Era imposible
llevarla a esa hora y con ese aguacero que ya era tempestad. Trató de mirarle
entre la boca a ver cómo estaba la muela, pero lo único que logró fue volver a
sentir náuseas. La muela no se veía porque estaba cubierta por la masa purpúrea
y sanguinolenta en que se había convertido la encía.
—Lléveme al dentista,
lléveme… me muero.
Fue por la botella de
aguardiente pero no quedaba más que un sorbo. Se lo hizo beber advirtiéndole
que hiciera buches antes de pasárselo, y ella obedeció, pero aparte de olvidar
por tres segundos el dolor al ser superado por el ardor en la encía, no sintió
ningún alivio. Consideró hacerla beber alcohol de reverbero hasta que se
durmiera de la borrachera, pero recordó que le habían dicho que ése era el que
usaban para adulterar licor, que no se podía tomar porque dejaba ciegas o
mataba a las personas que lo consumían, y era cierto; en el pueblo había un
ciego y tres muertos que lo atestiguaban. Lo único que pudo hacer para que la
pobre esperara a que amainara el temporal y pudieran bajar el risco, fue
abrazarla con toda la fuerza y pedirle a la Virgen que le pasara el dolor a él.
No supieron cuánto tiempo transcurrió entre ruegos, lamentos, gemidos y
llantos, pero a ellos les pareció como un año. Al fin, cuando todavía estaba
oscuro, la tormenta cedió y les dejó salir del rancho.
Previendo los riesgos de la
bajada entre los filosos peñascos y la pasada del puente, decidió llevar la
soga larga para amarrar a Graciela por la cintura y sostenerla en los tramos
peligrosos, lo cual le costó grandes esfuerzos porque la desesperada mujer
quería andar mucho más rápido de lo que el terreno permitía. Al llegar al
puente quiso indicarle las precauciones que debían tener para pasarlo, pero
ella no le puso atención y sin pensarlo dos veces inició la travesía casi
corriendo. Él no pudo hacer más que enredarse el lazo en una mano y mirar a su
alrededor buscando de qué agarrarse con la otra para poder sostenerla si caía,
pero no tuvo tiempo de hacerlo porque cuando apenas ella había recorrido los
primeros pasos, una de las lianas de abajo se reventó. El tirón que ocasionó el
peso de Graciela al caer al vacío fue superior a sus disminuidas fuerzas, y no
pudo evitar el ser arrastrado por ella al abismo. Como la mujer iba cayendo
antes que él, lo último que pensó fue en mirar muy bien el agua cuando llegara
para ver si se producía alguna salpicadura, pero como estaba tan oscuro no lo
pudo saber.
Gustavo Corredor Ortiz. Del
libro Opus Mundus.
Una historia en la que se mezcla el amor, la rutina, el miedo. El puente frágil, que conecta los mundos, precario y a punto de desbaratarse.Abajo el río, que pareciera ser la boca hambrienta de la muerte. Las emociones modulan la historia, el puente y el río otros dos personajes, que adquieren mayor importancia pues la vida depende de saber sortearlos.
ResponderEliminarel relato alude a la fragilidad de la vida y la presencia constante de la compañera permanente: la muerte.
Gracias Dago, es muy placentero y estimulante cuando vemos que hemos sido leídos con atención.
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